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AJO: Se dice que lo primero que hizo el abuelo de Enrique IV tras el nacimiento del futuro rey de Francia..
. El viejo cumplía así con una muy vieja costumbre destinada a proteger al recién nacido contra los malos espíritus. Pero, al mismo tiempo, le hacía tomar su primer fortificante y su primer vermífugo. Ya que éstas son dos de las más importantes propiedades de esta liliácea, que posee también muchas otras.
Si hay que creer a Robert Landry, es a los chinos a quienes corresponde el mérito de su descubrimiento, puesto que el ajo sería originario de Djungaria, en el Asia Central. Sea como sea, su uso intensivo se ha extendido desde la más remota antigüedad por toda la cuenca mediterránea, que continúa, observémoslo de paso, consumiéndolo abundantemente.
Los egipcios lo habían elevado al rango de una divinidad. Trenzaban con él collares, que suspendían inmediatamente al cuello de sus hijos para protegerlos de las lombrices intestinales. Se dice que Keops hizo distribuir abundantes raciones de él entre los esclavos que construían su pirámide, tanto para darles fuerzas como para protegerlos de las epidemias.
Más curiosa era su utilización, revelada por el papiro de Kahun, para comprobar si una mujer era definitivamente estéril o no. Tras haber pelado y limpiado cuidadosamente un diente de ajo de buen tamaño, el médico lo introducía antes de la hora de acostarse por la parte más íntima de la anatomía de su paciente. Le bastaba, a la mañana siguiente, verificar si los potentes efluvios del condimento habían aprovechado la noche para alcanzar la boca de la consultante. Si éste era el caso, podía esperar aún a ser madre; si no, debía renunciar para siempre a la descendencia, y corría así el riesgo de ser repudiada.
Pese a todas sus virtudes, el ajo tiene un defecto capital: impregna de tal modo las mucosas que es difícil, tras haberlo consumido, librarse de su olor. Los antiguos se las arreglaban bastante bien masticando una rama de perejil o comiéndose a mordiscos una manzana. Hoy en día, una pastilla de chicle permite obtener el mismo resultado.
Es este aroma poderoso lo que le valió, entre los griegos, el sobrenombre de «rosa hedionda», lo que no impidió en absoluto que los helenos, y en particular los atenienses, lo consumieran abundantemente, sobre todo en el transcurso de los Juegos Olímpicos, a fin de darse fuerza y valor, de doparse en cierto modo.
La misma actitud se halla entre los romanos, los cuales, además, mezclaban ajo picado en la comida de sus gallos de pelea a fin de aumentar su agresividad.
Más cerca de nosotros, Carlomagno, en sus capitulares, recomienda su cultivo. Los monjes se apresuraron a obedecer, y sus jardines estuvieron abundantemente provistos de él durante toda la Edad Media, lo que redundaba en bien de su salud y de la de sus visitantes.
Sabiendo esto, y antes de ver los múltiples beneficios que pueden esperarse de él, veamos primero sus contraindicaciones. Hay que evitar en efecto tomarlo si uno está afectado por una enfermedad de la piel como el eccema, cuyas manifestaciones podría agravar. También hay que evitar dárselo a las mujeres que alimentan a sus hijos, ya que altera su leche, con lo que podrían provocar cólicos a los bebés lactantes.
Puestas aparte estas dos excepciones, el ajo conviene a todos y tiene efectos benéficos sobre casi todo. Estimula el corazón, hace bajar la tensión arterial y activa la circulación de la sangre, facilita la digestión, se opone a la proliferación de los microbios, hace caer la fiebre, ayuda a la eliminación de los parásitos y facilita incluso la expectoración, lo cual le vale el ser considerado como un antídoto del tabaco.
La mejor forma de consumirlo —la más sabrosa además—, es por supuesto incorporándolo, preferentemente crudo, a las salsas. Se puede también espolvorear con él las carnes, las piernas de cordero o los rosbifs. Para incorporarlo a los platos cocidos a fuego lento, Robert Landry aconseja «echar en la sartén los dientes de ajo sin pelar, simplemente aplastados con un puñetazo sobre la mesa de la cocina».
Si se buscan unos efectos más rápidos y profundos, hay otras preparaciones más específicas que resultan más recomendables. He aquí algunas de ellas, preconizadas por Jean Palaiseul (op. cit.):
«Para hacer bajar la tensión: un diente aplastado y puesto en maceración por la noche en un vaso de agua, a beber por la mañana en ayunas».
«Para abortar un catarro nasal: respirar varias veces al día un diente de ajo aplastado o cortado a trozos...»
«Para facilitar la digestión, suprimir las fermentaciones y los gases intestinales: una infusión ligera (5 a 10 gramos por litro de agua), añadiendo un poco de melisa o de angélica, una taza después de cada comida.»
«Contra las lombrices intestinales y también la hidropesía: dos veces al día, una decocción de 25 gramos de ajo para un vaso de agua o de leche (dejar cocer a pequeños hervores durante 20 minutos.»
«Contra la tos ferina, la tos, el catarro bronquial y, en general, las afecciones pulmonares: echar 250 gramos de agua hirviendo sobre una cantidad variable de ajo picado (para los adultos, de 50 a 60 gramos; para los niños hasta un año, 15 gramos; hasta cinco años, 25 gramos; hasta doce años, 40 gramos). Dejar macerar durante doce horas; a tomar cada dos horas, con las dosis siguientes: una cucharada de café hasta cinco años, una cucharada de postre hasta doce años, una cucharada sopera más allá de
los doce años...»
Y finalmente, esta última receta, también de Jean Palaiseul: «Contra la extinción de la voz: comer un diente de ajo cuatro o cinco veces al día...»
ALBAHACA: Es el segundo componente de la sopa al pistou (Sopa típica provenzal, hecha a base de ajo y de tomates asados), pero su papel culinario no se queda ahí. Se puede utilizar igualmente para aromatizar los platos de ensalada. Además del delicado sabor que confiere a las distintas preparaciones, permite también digerirlas con toda quietud. Es quizá por esta razón que los hindúes, que habían divinizado esta planta, le consagraban ofrendas de arroz, el alimento por excelencia.