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Capitán Cova

28/08/2018 16:10 0 Comentarios Lectura: ( palabras)

Cuento venezolano, cuya autoria es Erangel Rivas Parra

Se movían en las vallas, contorneadas de estrellas, parecían bordados celestes las letras. Yo las veía brillar a todas en los comerciales de neón. En presurosa marcha marcial iban ellos, transeúntes alarmados. Eran como fuegos artificiales… Aparecían. Desaparecían… Fuegos iluminaban la noche escandalizada por el ruido de trompetas mecánicas y ladridos de perros a los espectros. Y lo peor de todo eran sus sermones. Abarcaba al público con el hedor de su mercancía, sus discursos eran largos sermones, lo había despistado antes y unas cuantas veces hoy. Iba en búsqueda de un libro. Mejor dichos dos, el primero se titula “Rescate de los Valores en la Sociedad Consumista e Industrializada”, el segundo, que casi resignado daba por perdido se titula “El esclavo de su ignorancia”... Y ahora que recuerdo hay un tercero también, me lo prestó una vez alguien, todavía tiene pendiente sus cuadernos repletos de cuentos, novelas, poesías y canciones. Permanecen inéditas, muchas obras pendientes por corregir. Esperan relucir algún día del polvo y las telarañas de su vieja biblioteca

Mi nombre no importa. Aquel sábado me levanté pensando que era u jueves. De todas maneras me daba igual si fuese martes o domingo y después del cafecito me despedí de mi amada. Iba apresuradamente por la acera angosta El tropel de autos formaba una masa confusa. Tensa. Larga… Los conductores rugían insultos como lobos salvajes. Crucé hacia la isla donde estaba el semáforo donde se veían descalzas sobre el asfalto las indiecitas, contoneaban sus corpiños llevando potecitos de cartón a las ventanas de los autos para pedir limosna. Y cuidándome de los “traga flechas” me apresuré mas allá de los carros y pisé la cuadra siguiente, toqué la puerta de cristal ahumado del edificio azul.

Me invitaron a pasar. Vi afiches y listas de precios pegados en las paredes blancas y regadas sobre el suelo. Al enterarme que el sitio no era una Librería, poco antes de despedirme intentaba retenerme con adulaciones desesperadas, insistió en cercarme la entrada en un rápido asalto con la intensión de que escuchase el sonido cacofónico de sus canciones, se identificaba con el seudónimo “Capitán Cova”. Avanzando entre el tumulto de cuerpos en movimiento vi a un loco, sonreía sin dientes, bailaba sin música y comía el esqueleto de una sardina. Parecía más feliz que un califa.

Advertí que el comerciante parlanchín seguía mis pasos. Intentó nuevamente abordarme con sus panfletos comerciales:

–¿Qué tal de nuevo?... Sabes… la gente paga muy bien por ir de visita a las tierras sagradas de Boquerón, servicio turístico, a buen precio, donde vivió el mito alcohólico Henry Cova.

–Nunca llegué a entender la razón. A ese sinvergüenza lo habían beatificado como santo del pueblo.

–¡Cosas de la cultura. ¿Te interesa un viaje?

Joao William Ras es el nombre del pedante, del promotor ego maniático. Presumía de poseer un verbo profético al hablar. Me confesó que trabajaba afanosamente en darle presencia a sus productos.

–Tengo entre mis productos los auténticos fragmentos del excremento que hace milenios dejó el santo en una montaña. El original.

–Hasta donde llega el fanatismo-Respondí con repulsión. ¿Eso que esta allá no es una ardilla cortando leña o tomando la leche que derramó el cura?

–¿Donde?

Logré despistarlo y me le escabullí. En una de las veces que voltee a mirar si había desaparecido…

–¿Dónde estabas?

–¿Yo? En una reunión de cronistas y poetas…

En esos mismos días ocurría no la fiebre de oro, sino la fiebre de mierda. Muchos vendedores ambulantes la recolectaban, otros producían su propio cultivo. La vendían haciéndola pasar por la original presumiendo de sus facultades milagrosas. Se ubicaban a orilla de las carreteras, terminales de pasajeros, sitios turísticos y en las entradas de los hoteles a la espera de turistas para timarlos. Pasábamos por un camino de tierra cuando se oyó gritar a una doña de labios colorados desde la puerta de su casa:

–¡Joao!, mira lo que te tengo aquí! ¡Te sacaste el premio gordo!

–¡Dios te bendiga mi bella! Tu sí que eres productiva.

–¿Se puede saber qué clase de premio le tendrá guardado la señora?

–Materia prima, oro orgánico, ¡kilos de suvenires! ¡Kilos de mi…

–No ínsita que ya le entendí.

Más adelante, siguiendo el camino de tierra llegamos al Casco colonial, me comentaba acerca de su labor en el templo de los Fanáticos:

–Ese día en la iglesia las reliquias se nos agotaron. Y mandamos a comprar más. El aceite de Boquerón crecía en demanda. Aceite del auto mercado. Nadie notaría la diferencia. (Diminuta)

–¿Estafadores entonces? Sabía que algo olía mal por ahí. Y sigue oliendo fétido.

–Es que llevo mercancía a mano. Se venden como pan caliente.

–Allá… ¿Ese no es un avión de papel?

–¿Dónde?

–Me escapé del pedante por fortuna. Seguía de prisa para que no me alcanzase, avance más lejos, más allá de la vereda, de las paredes pintadas de colores, de la escalera del parque, de la avenida, tomé un carro en el terminal y abriendo la puerta…

–Menos más que te encontré.

–¿Qué? ¿Cómo?...

–Eso no importa. Hace rato recordaba a la vieja ciega venida del campo, con su puñado de billetes en las manos. ¡Ella venía a entregarlo todo! Y así la iglesia fue prosperando cada día más. Con frecuencia se me veía recitar algún testimonio desde el púlpito. Yo mismo pinté en el escenario a los tigres comiendo trigo, también los niños sobre sus lomos.

–Técnicas de mercadotecnia. Adiós… Estoy perdiendo el tiempo

–Espera… Y hablando de tiempo. Confesaba mis pasadas fechorías antes de convertirme al credo, no demoraba en detalles: primero les comentaba a los pendejos fanáticos sobre “aquellos tiempos” en que vivía con mamá, me despreciaba por feo y mi tufo de albañil. Tanto fue así que lo primero que hizo al verme en vez de darme pecho me dio la espalda.

–¡Jamás le dijeron que era un pedante!

–Ya va… espere… Luego me discriminaron en la aldea por tirar piedras a las vecinas chismosas, romper matas, matar animales, vomitar en las calles y…

–¿Y por estafador?

–Ah... ese detalle… De mi aldea luego escapé, me fui lejos, todos mis hermanos avanzaban y yo era la única oveja negra que empezó a dedicarse al robo, atraco a mano armada, estafar clientes con mensajes subliminales, asesinar a sueldo, y de gratis regalar balas.

–¿Y tan caras que están verdad?

–Si, eso. Y la lista era larga, no debía comerme el tiempo de pedir las ofrendas y finalizaba con la parte más conmovedora: “El momento del arrepentimiento de mis pecados”, “mi iluminación mística”: no tenía ni un centavo la cartera que le arrebaté la doñita, me antojé de aquel libro, ella se le aferraba con fuerza y a amenacé con pegarle a un tiro.

–Pobre anciana. Debiste ser todo un canalla.

–¿Y eso porqué? Ella se defendió pegándome en la cabeza con su libro gordo. Su libro comercial es el más vendido. Me dieron una nueva oportunidad al oír el escopetazo.

–¿Escopetazo?

–Muy difícil de explicar. Era como… como… Era el momento en que a los fanáticos se les salían las lágrimas. Como cuando vienen los mensajes comerciales. Y así el templo fue prosperando cada día más.

–Conmovedora historia. Publíquela. Y luego la vendería con seguridad a cualquier ingenuo. ¡Qué fétido! ¿Qué es eso allá?

–¿Qué?

–Mírelo bien.

Pasaba a la altura del árbol centenario de tamarindo en suelen reunirse pregoneros de diarios y motos taxis. Vi sentado en la placita a un enano ebrio con su cuartico de litro a un lateral del banco que decía:

–Ahorita no se ven, pero si sabes esperar… los que trajo aquel aguacero… los llaman los humildes… En aquellas nubes montunas más allá de las lomas más altas, allá no se llega ni sobre el lomo de un burro… Pero no lograba percatarme de una sola cosa.

–De qué cosa no se han percatado-Le dije-

–¡Fanáticos!-Gritó el enano como para alarmar a los que estaban alrededor-… ellos mismos son, tomaban sus mensajes y hacían con ellos una sopa, abarcándose, uno contra el otro y aquella confusión era como cosa de locos. Si, son ellos… los humildes.

El discurso del enano se convirtió en monologo desde que advertí al semáforo cambiar la silueta del hombrecito en verde.

El sitio e tenía en su valla impreso un faro en el desierto. Tardé en llegar pero lo hice, intuía que el éxito de sus ventas se debía también al ingenioso diseño de sus letras y su logotipo. Revisando en las estanterías de la biblioteca, saturada en mayoría de bolsiclones celebres con títulos catedráticos logre encontré algunas joyas invaluables, por ironía, entre los libros de remate.

Al salir ahí estaba…. Joao Ras sentado en la parada de autobuses, estaba borracho.

–Hola de nuevo… Imprimía unos documentos, mi nuevo libro: “Colección de objetos extraños” Entre ellos están los cañones del Fortín colonial del Peñón, parte de los manuscritos del programa educativo de Educación Primaria del tiempo colonial, la partida de nacimiento de un prócer nacional que peleó en Guayaquil y el pergamino del Gran Secreto de Emiro… ¿Quieres comprar una copia del libro?

Refería trabajar rigorosamente en la explotación de su mensaje, le urgía recolectar una suma exorbitante para tramar su Plan Redentor. Casi con vergüenza reconoció haber recurrido a los métodos seculares de la secta de los Leopardos usando mensajes subliminales en sus canciones cacofónicas. Todo un fanático. Pero con una visión esplendida en los negocios.


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