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La desvergüenza de la clase política española no tiene límites. Hace ya mucho tiempo, que nuestros políticos se han olvidado del pueblo, se han apoltronado peligrosamente y han dejado de ser la solución a muchos de nuestros problemas. Ahora, al igual que los sindicatos de clase que padecemos, han pasado a ser parte fundamental del problema que nos aflige. Y es que hay mucho golfo, mucho vividor desaprensivo, ocupando actualmente puestos de responsabilidad sin merecerlo, y que no buscan nada más que vivir del cuento.
Nos está pasando como a los de la antigua República romana. Cuando tenían que cubrir algún alto cargo del estado, como cónsules, procónsules y gobernadores de una provincia entre otros, no escogían a los mejores y a los más dotados. Seleccionaban siempre a miembros de familias distinguidas aunque fueran completamente inútiles. Por eso tuvo tanto éxito Espartaco que, siendo un simple esclavo, se rebeló contra el poder romano y, al frente de un indisciplinado ejército de esclavos, venció infinidad de veces a las legiones encargadas de capturarlo, poniendo de rodillas a la poderosa Roma.
Y en España sucede algo muy parecido. Al ciudadano español no se le da opción alguna de elegir a sus representantes políticos. Son las cúpulas de los partidos las que se encargan de hacer esa labor, obligándonos a optar exclusivamente entre un partido u otro. Y como pasaba con los romanos, muchos de los que van en ellas, son hijos, amigos o familiares de quienes, siendo ya viejos en la política, aspiran una y otra vez a la reelección. Y la inmensa mayoría de los que llegan por primera vez a puestos de representación política y de los que llevan años en la vida pública no saben nada de lo que se cuece en el mundo de la empresa privada, ya que ni han sido empresarios, ni autónomos y, ni siquiera, trabajadores por cuenta ajena.
Tenemos ya generaciones completas de personas que han llegado a la política sin experiencia alguna, y sin que medien unas oposiciones o con algún otro tipo de prueba más o menos fiable. Si se hubiera aplicado convenientemente alguno de estos requisitos, nos hubiéramos ahorrado, por ejemplo, un presidente del Gobierno tan inútil y tan nefasto como José Luis Rodríguez Zapatero. La gente nueva que llega, procede generalmente de las juventudes de los partidos políticos y suelen iniciar su carrera política a una edad muy temprana. Comienzan de concejales y, al cabo de muy pocas legislaturas, los tenemos ya de diputados.
Aspiran a escalar puestos lo más rápidamente posible sin estar preparados para ello y a pesar de su manifiesta bisoñez. Quieren hacerse viejos en la política y harán lo que sea para conseguirlo. Adularán a los responsables de su partido, se arrastrarán ante ellos o lo que haga falta para medrar y asegurar un fututo a la sombra de los presupuestos del Estado. No se dan cuenta que se condenan a sí mismos a no poder salir voluntariamente de la política y, si los electores les dan la espalda, se les vendrá el mundo encima, porque no saben hacer ninguna otra cosa. Y si siguen en la vida pública, pasarán a engrosar la enorme lista de los viejos santones, que llevan años y más años viviendo de la política, para contribuir directamente a que la gestión pública se convierta necesariamente en un enorme patio de Monipodio con bastantes más pícaros y rufianes que el descrito por Cervantes cuando narra las aventuras de Rinconete y Cortadillo.
Los que han llegado a ser profesionales de la política saben perfectamente que no van a tener ya fácil abrirse paso en la empresa privada y se ven obligados a aferrarse como lapas al puesto que ocupan. De ahí que, en vez de a los ciudadanos, traten de servir a los que hacen las listas, para asegurarse el momio. Los profesionales de la política, los de la casta, se ponen extremadamente nerviosos cuando algún militante de su partido, con triunfos evidentes en el mundo laboral o empresarial, decide probar suerte en política. Entonces buscan desesperadamente complicarle la vida para que se aburra y abandone, y así se cumpla, en cierto modo, la Ley de Gresham, según la cual, la moneda mala siempre expulsa del mercado a la buena. Tenemos un ejemplo muy claro con Manuel Pizarro, que llegó a la política con un brillante historial empresarial y financiero.
Y si, a pesar de las continuas zancadillas, llegan a triunfar en política, tendrán que aguantar carros y carretas y soportar numerosas insolencias de las cúpulas de su partido. Y si un día deciden volver a su antigua ocupación o probar suerte en la empresa privada, se les pide que rompan hasta con el más mínimo vínculo clon la actividad política. Más o menos es lo que ha pasado con Esperanza Aguirre. Durante su deslumbrante etapa en la primera línea de la política, Aguirre fue manifiestamente envidiada por sus sonados triunfos y más de uno hasta perdió el sueño por su causa, ante la posibilidad de verse desplazado. Su simple sombra, ya causaba pánico y para perderla de vista se la invitó insolentemente y sin ningún disimulo a que se fuera al Partido Liberal o al Conservador.
Al fichar ahora por Seeliger y Conde, una empresa privada de cazatalentos, se la ha criticado muy duramente por su decisión de mantener la presidencia del PP de la Comunidad madrileña. Quieren ver incompatibilidades donde no hay más que envidia y miedo a que vuelva. Y a pesar de sus desmentidos, es lo que debe hacer, ya que es la más indicada para encabezar la regeneración política del partido y de toda España. Es tan grave la situación, que necesitamos a alguien que actúe valientemente y con verdadero tesón, ya que las declaraciones altisonantes, por muy solemnes que sean, no solucionan nada.
Son demasiado graves los casos de corrupción relacionados con los partidos políticos y se necesita a alguien como Esperanza Aguirre que limpie esta atmosfera tan irrespirable que nos asfixia irremediablemente y nos abochorna. Seguro que hay políticos honestos, posiblemente la mayoría, pero se muestran incapaces de limpiar de chorizos a sus propios partidos. De ahí que se vean envueltos por esa minoría corrupta que lo contamina todo y que, con su desvergonzada actuación, dan a la clase política ese carácter de casta opaca e impermeable.
Los de la casta política, los que no han sido capaces de solucionar su vida por sí mismos, los que llegan a la política sin haberse antes labrado un porvenir personal, no nos sacarán de este ambiente generalizado de corrupción y podredumbre social, sobre todo, porque no quieren, y aunque quisieran, tampoco sabrían hacerlo. De todos modos, unos y otros se interesan exclusivamente por hacer carrera política. No olvidemos que una inmensa mayoría ha llegado a la política sin oficio y sin beneficio y ponen todo su interés en acumular sinecuras y derechos que, por otra parte, se niegan a los demás mortales.
El mal que padecemos ahora, quizás tenga su origen en la propia Transición política. Es cierto que los políticos de entonces tenían una preparación excelente, que es algo que no podemos decir de la inmensa mayoría de los de ahora. Lo atestigua el hecho de que, casi todos se fueron sin hacer ruido a sus antiguas ocupaciones u oficios, sin conservar ningún momio de su paso por la política. Quedaron los inútiles, los incapacitados para ganarse el pan por sí mismos en la vida privada y ahí siguen formando parte de la casta política.
Es evidente que los políticos de la Transición tenían muy variados orígenes y, en consecuencia, carecían totalmente de cualquier interés particular como colectivo. A pesar de este hecho, optaron claramente por la partitocracia, fortaleciendo lo más posible a los dirigentes de los partidos mediante el establecimiento del actual sistema electoral a base de listas cerradas y bloqueadas. Y naturalmente, solo acceden a esas listas los que demuestren una inquebrantable lealtad con la cúpula de los partidos. También se les fue la mano en la descentralización del Estado. La enorme proliferación de Administraciones públicas, no ha podido ser más negativa y, en muchos casos, no ha valido más que para multiplicar nóminas y dietas.
Los políticos de hoy día, sin embargo, tienen todos orígenes más comunes y su ambición no tiene límites. Por eso, cuando se trata de subir sueldos, primas, establecer dietas y crear las comisiones que hagan falta para disimular sus excesivos ingresos, aparcan sus diferencias y se ponen rápidamente de acuerdo. Suelen aprobar por unanimidad todos estos vergonzantes acuerdos. Para ellos la política es su único medio de vida y con relativa frecuencia hacen partícipes de sus beneficios a sus amigos y familiares, enchufándoles en las empresas públicas, en las fundaciones y en los distintos organismos creados por ellos con ese fin.
Para los políticos no hay recortes, ni en sus haberes, ni en sus beneficios. Eso es cosa de los currantes, de los que les pagamos el sueldo, aunque no nos representen. Un ejemplo extremadamente claro lo tenemos en la proposición de Ley de la Iniciativa Legislativa Popular de fecha 6 de junio de 2012, firmada por infinidad de ciudadanos españoles. En tal iniciativa se solicitaba al Congreso la eliminación, con carácter retroactivo, de las distintas prebendas que reciben los altos cargos de cualquier Administración Pública cuando terminan su mandato y pasan a ser simples ciudadanos.
Hay que tener en cuenta que alguna de las canonjías que reciben algunos ex altos cargos son especialmente escandalosas, sobre todo en épocas de crisis en las que se impone a los demás ciudadanos sacrificios extraordinarios. Es hasta obsceno que personajes como José Bono, José Montilla y otros muchos sigan disfrutando a costa nuestra de una oficina con dos secretarias, de coche oficial con el correspondiente chofer durante muchos años. Y lo más lamentable es que son muy pocos los que renuncian voluntariamente a este desorbitado momio. Ha tenido que ser, una vez más, Esperanza Aguirre la que vuelva a dar ejemplo.
El acuerdo de la mesa de la Cámara no tardó en llegar, y en el sentido que todos esperábamos. El 12 de junio, seis días más tarde, nos confirma que "no procede la admisión a trámite". Será verdad que se trata de una materia cuya regulación está reservada a las Cámaras legislativas, según el artículo 72 de la Constitución. Pero no es menos cierto que no hay voluntad alguna de suprimir semejantes gangas, que resultan enormemente injustas y que certifican la existencia de ciudadanos de primera y de segunda.
Gijón, 23 de enero de 2013
José Luis Valladares Fernández
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