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No importan los conceptos ni la historia, importa su condición de desdichado y la promesa de que dejará de serlo
Cualquiera de los ciudadanos con cierta inquietud social y envuelto en un perorata de ademanes más que de ideas, de epítetos de descalificación más que de de argumentos, se ve reconciliado y empatado con una realidad que lo corroe y de la cual se siente víctima. Escucha discursos, que muchas veces son llevados hasta la puerta de su casa, y se ve protagonizando una revolución histórica: cree en esas palabras porque a su realidad le conviene creer en ellas casi como el creyente cree en el Verbo de su pastor, con el añadido de que los frutos de la cosecha se gozaran en vida terrenal.
Organizaciones emergentes con protagonistas emergentes cuyo discurso se reduce a lo que el patriarca repite en cada concentración, y que los obreros de la política deben seguir al pie de la letra cuando se encuentran frente a nuevos adeptos sin alterar el guion del argumente: el neoliberalismo es la desgracia de los pobres y el socialismo la única vía que tiene el pueblo para salir a flote.
No importan los conceptos ni la historia, importa su condición de desdichado y la promesa de que dejará de serlo.
Y de la noche a la mañana se convierten en profetas de desenlaces felices mientras no amanezca la realidad de sus desgracias. De modo que mientras la esperanza por alcanzar el paraíso terrenal sigue viva continúan manteniendo la unidad y homogeneidad en ideas y en luchas codo a codo.
Son hijos de la ilusión y las turbes que tanto les critican a los otros, sin un sustento ideológico para soportar aquello que la emoción alimenta en sus actos. De tal suerte que así como va tejiéndose el entusiasmo por las causas justas, va enmarañándose la desilusión por establecer estrategias equivocadas en defensa de oportunos finales.
Y de la noche a la mañana se convierten en profetas de desenlaces felices mientras no amanezca la realidad de sus desgracias
Luego llega el desánimo: comienzan por poner en tela de juicio las políticas del líder, su moral y hasta sus gustos personales, amén de acusarlo de coquetear con el bando enemigo. El entusiasmo va decayendo, y la abierta carcajada se va convirtiendo en una insinuada sonrisa, los pasos firmes y convencidos de persuadir a los otros se vuelven un gris y desganado gateo.
Comienzan a llegar tarde a las reuniones, a faltar y, finalmente, a desaparecer. A algunos se les ve en sus acostumbradas labores cotidianas; a otros, en grupos con mejores posibilidades de triunfo; a unos más, en pequeños puestos que logran arañan con su entusiasmo y cierto perfil de liderazgo.
Y los dueños del discurso se quedan momentáneamente solos. A ellos sí les espera el espacio en alguna secretaría, en alguna delegación política o en cualquier dependencia de gobierno porque de eso se trata: no consolidar a
grupos que después se vuelvan un lastre para quienes luchan contra esa minoría que tiene encarcelado al país, ese pequeño grupo sin el cual no tendría sentido formar organizaciones emergentes.