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Guiñapo o la historia que no importa

30/04/2023 02:22 0 Comentarios Lectura: ( palabras)

Les presento un cuento, una historia arrancada de la imaginación sobre una familia común de estos tiempos, de cualquier ciudad de Latinoamérica y que vive un drama anónimo y silencioso, Espero les guste

GUIÑAPO

LA HISTORIA QUE NO IMPORTA

(por ZAETA)

 

  1. WALTER

 Amanecía como un día cualquiera. Los sonidos de la ciudad recobraban su habitual rutina de todos los días, con ruidos de motores, bocinas, las voces de la gente transitando calles y avenidas. Los comercios empezaban a abrir sus puertas y la gente se encaminaba a su trabajo y los niños y jóvenes a sus escuelas.

En el centro de la ciudad de Santa Fe y de la Concordia – así un poco largo era el nombre – se elevaban majestuosos edificios, lugares donde se desarrollaba preferentemente la actividad administrativa del Estado, así como oficinas de industrias importantes y tiendas comerciales modernas, con elevadores de cristal y gradas mecánicas girando entre vitrinas elegantes.

La diversidad citadina también contenía en su seno barrios más alejados del centro comercial y administrativo. Barrios diversos, de ricos y de pobres., así como de gente no tan pobre. Cada lugar con su peculiaridad y su historia, su cultura y sus recursos. Los había desde los más elegantes, pasando por los medianamente modestos y más alejados aún, los barrios de pobres. En estos últimos no llegaba ni el transporte público. Los servicios de agua, luz, y otros eran escasos o deficitarios. No solía llegar ni la señal del internet de manera regular, pero sus habitantes se las arreglaban con antenas hechas por algún ciudadano habilidoso y que captaba muy bien las señales de internet. Por supuesto que este servicio no se pagaba y cuando los vecinos bromeaban entre sí, acostumbraban a decir “es pirata…. Pero sirve”.

Los barrios de pobres y de ricos tenían algo en común. Las líneas de buses de servicio público eran muy escasas. Sin embargo, en los barrios elegantes, los vecinos transitaban en automóviles particulares, en cambio, en los barrios de pobres lo hacían a pie hasta encontrar una avenida por donde pasara el servicio de transporte público que los recogiera.

Walter habitaba un sencillo edificio de departamentos en una zona intermedia. Por las mañanas tomaba su habitual ducha, vestía sus pantalones sastre, una camisa y una chaqueta que le esperaban colgados en una silla junto a su cama; se calzaba sus calzados. Su ropa era barata pero limpia y bien planchada. Se servía rápidamente un desayuno que consistía en una taza de café, un bollo de pan y alguna mermelada y salía corriendo a tomar el bus que lo llevaba al centro de la ciudad donde estaba su oficina. Sorteaba todo tipo de obstáculos, desde los embotellamientos cotidianos, el griterío de la gente, la incomodidad del bus que comúnmente llevaba más pasajeros de lo que su capacidad le permitía. Muchas veces se había visto en la necesidad de cambiar de buses varias veces a fin de acortar el tiempo para llegar a su trabajo. Y a pesar de todas estas proezas siempre llegaba para marcar su ingreso con el último minuto de tolerancia. No era de extrañarse pues los demás trabajadores también llegaban corriendo a marcar con su huella el equipo biométrico de control de asistencia.

Aquella mañana Walter se encontraba más ansioso que de costumbre. Y no era para menos, pues ya hacía varios días que su jefe le había advertido que su despido era inminente. Esto se debía a que habían surgido algunas observaciones en el trabajo de contador que desempeñaba en la Empresa. Sus informes habían sido observados por errores que se hicieron evidentes. Fue un descuido involuntario que luego fue rectificado, pero al parecer no logro satisfacer las exigencias de los jefes. Todos en la oficina estaban ya enterados del problema y el ambiente se había tornado hostil para Walter. Pasó por medio de los escritorios rápidamente y se ubicó en el suyo adivinando los murmullos de sus compañeros de trabajo.

Encendió su computador y trabucó entre sus papeles, mas por disimulo que por necesidad.

-          Hola Walty…. ¡Como amaneciste hoy! – la voz cristalina de Sonia lo obligo a levantar la vista. Y ahí estaba ella con su sonrisa fresca y sincera. Sonia era una muchacha joven, directa y franca. Expresaba su desagrado por la conducta de sus compañeros que se le antojaba cobarde y solapada. Era la única capaz de expresar libremente sus ideas. Quizá por ser la sobrina de uno de los jefes. Pero eso unido a un temperamento abierto y franco la convertían en una mujer decidida y en la que Walter confiaba plenamente.

La muchacha dejo la pila de papeles que sostenía en sus brazos sobre el escritorio de Walter. Le dedico una mirada penetrante y suavemente le dijo:

-          Ni se te ocurra darle el gusto de desmoronarte a ese imbécil – y señalo con la cabeza en dirección de la oficina del gerente – Tu no hiciste nada malo. Un error lo comete cualquiera y de hecho aquí hay ineptos que no te llegan ni a los talones y, claro, están muy seguros en sus puestos porque le lustran los zapatos a ése…. – aún bajo la voz un poco más – Tu y yo sabemos lo que está pasando aquí y es que tu puesto lo quiere alguien más – Levantó sus papeles del escritorio y se dispuso a retirarse – Asi que amigo…. Te espero en el descanso para comer juntos en el comedor. Hay una sorpresa en la mesa. Creo que Juana hizo los tacos del lunes…… - y se retiró tarareando-

Walter levantó la mano para despedirse a modo de saludo y asintió con una sonrisa agradecida. Se caló los anteojos y volvió a su tarea. La luz del computador iluminó levemente su rostro, mientras fruncía el entrecejo para revisar los últimos correos electrónicos.

La mañana transcurrió sin contratiempos, al extremo de que Walter pensó que ya nada pasaría y que sus temores eran infundados. Avanzó en su trabajo rutinario recibiendo y despachando papeles, desplazándose de escritorio en escritorio para llevar mensajes, instrucciones y otros. Se reunió con Sonia para degustar los tacos anunciados, pero no pudo comentar nada de su delicada situación laboral, por la presencia de otros compañeros que se les habían unido en su mesa.

Sin embargo, al promediar las dos de la tarde, la puerta de Gerencia se abrió y la voz nasal del Gerente voceo su nombre. Walter dio un respingo y su tranquilidad se cayó al piso. Había llegado el momento y al incorporarse en su escritorio sintió sobre sí las miradas de todos los trabajadores. Avanzo hacia la oficina del jefe. Entro y cerró la puerta detrás de si al mismo tiempo que un murmullo se elevaba en la sala. Solamente Sonia se había parado en medio de la sala y al volverse dirigió una mirada de desprecio a un individuo que había estirado tanto el cuello que parecía un papagayo a punto de graznar.

Transcurrieron los momentos y la impaciencia en los trabajadores por saber los resultados. Ellos lo sabrían por la cara con que saldría Walter de la Oficina del gerente. Ya había pasado en otras ocasiones. Y sucedió de la misma manera. Walter salió de la Oficina del gerente y en su afán de disimular su pesadumbre se delató ante sus compañeros. Sin poder disimular su derrota se adelantó a su escritorio y se derrumbó cubriéndose el rostro con las manos.

Sonia se apresuró a llegar a su escritorio y se abrazó a él silenciosamente. Algunos compañeros se acercaron y alguien murmuró quizá con sinceridad un “lo siento Walter” … “querido amigo…. Estamos contigo” y cosas como esas.

-          Dime si necesitas algo Walty – le dijo Sonia sinceramente conmocionada. Walter movió la cabeza y tomo su mano maquinalmente. Se quedó silencioso y luego con una triste sonrisa agradeció a sus compañeros y pidió que lo dejaran solo, pues tenía que preparar su Informe Final y acomodar sus cosas para dejar la empresa al día siguiente.

Al finalizar la jornada, tenía una caja semiabierta conteniendo parte de sus cosas. Le hizo las recomendaciones a la señora de la limpieza para que se las cuidara hasta el día siguiente y tomando su abrigo salió a la calle. A la salida lo esperaba Sonia, siempre sonriente. Ambas siluetas comenzaron a caminar por la calle. El frio del atardecer caía lentamente sobre la ciudad y la gente que salía de los edificios y de las oficinas provocaba un inusitado movimiento en las calles. Walter y Sonia se perdieron entre la gente. Un enorme bus paso por la calle con pasajeros colgando en las puertas, mientras otros aún corrían detrás con la esperanza de subir. Se pasó el semáforo antes que cambiara la luz roja y desató una oleada de bocinazos sin descartar los improperios muy usuales en los conductores de buses.

II. GABRIEL

 

Walter se desperezó en la cama. A tientas y con los ojos entrecerrados tanteó su mesita de noche y cogió el celular. Consultó soñoliento la hora y se enderezó en la cama acomodando las almohadas y apoyado en su antebrazo, se quedó inmóvil contemplando el techo. Sintió una paz incomprensible. Pensó que era una suerte no tener que madrugar para ir al trabajo y se solazó con la idea de dormir un poco más. La cama ancha guardaba aún las huellas y la tibieza de otro cuerpo, el de su esposa, quien se había levantado muy temprano para ir a su trabajo. Al salir había dejado la puerta de la habitación semiabierta, así que Walter escucho un silencioso desplazamiento y luego la silueta de su hijo se dibujó en el vano de la puerta. Gabriel se detuvo, contemplando a través de la puerta entreabierta la silueta de su padre recostado en la cama.

Walter se incorporó y llamo a su hijo con un ademán. Gabriel empujo la puerta y se recargó en el dintel contemplando a su padre en silencio. Gabriel tenía un rostro hermoso, enormes ojos negros, el pelo rizado y negro y una piel blanca y delicada. Era más alto que su padre a pesar de contar solo con 17 años de edad y sus facciones eran delgadas y delicadas. Sin embargo, su expresión denotaba cierto problema mental, el mismo que se había adueñado de sus miembros; pues las manos se movían nerviosas e inconsistentes, arrastraba uno de sus pies y tenía dificultades para desplazarse, pero lo hacía pese a todo con una gran fuerza de voluntad. Así, apoyado su delgado cuerpo en un lateral de la puerta, miró a su padre con ojos interrogantes como presintiendo que algo no estaba bien. Gabriel sufría de una condición mental especial, pero no había perdido inteligencia ni intuición. Era habitualmente callado, aunque a veces se deshacía en una verborrea abundante, llevado muchas veces por una intensa emoción. Esta vez, guardo silencio preguntando a su padre con una mirada llena de ansiedad.

-          Hoy no iré a trabajar hijo – explico su padre. Gabriel mantuvo un silencio persistente urgiendo a su padre a explicarse mejor.

-          Tomare vacaciones – explico Walter – creo que lo merezco después de todo. Hace tiempo que en la oficina no me permitían tomarlas. Pero hable con mi jefe y le explique y entendió – y ante el reiterado silencio de su hijo continuó: - Así que, podremos salir a caminar en las mañanas…. O quizá podíamos planear un viaje con tu mamá…. ¿Qué dices?

Gabriel meneó la cabeza casi como un reproche mientras se mantuvo callado por unos instantes.

-          No es verdad – respondió rotundamente. Así solía ser él. Directo y sorprendentemente franco – a ti te despidieron papá – y su rostro se contrajo en un rictus doloroso.

Walter saltó de la cama y se acercó lentamente a su hijo. Sus 17 años lo habían convertido en un adolescente más alto que él. El padre escudriñó con los ojos el rostro de su hijo que permanecía inmóvil, con los ojos fijos en el suelo. Walter comprendió que no podía mentirle ni engañarle, sabía perfectamente que todo intento sería vano.

-          Cómo lo sabes – dijo entre curioso y resignado.

-          Tú y mamá siempre me ignoran. Creen que yo no existo a veces y conversan mucho y yo estoy ahí, presente, sin decir nada… pero los escucho…. escucho y pienso… - dijo apoyando el índice en una sien.

-          ¡Hijo! – murmuró Walter con un nudo en la garganta levantando los brazos a cada lado del cuerpo.

Ambos quedaron inmóviles y en silencio. Cada uno mascullando sus propios pensamientos. El padre con una tormenta de ideas en la cabeza, explicaciones, justificaciones, ganas de decir que estas cosas sucedían con mucha frecuencia, que tenía amigos con penas y sufrimientos a cuestas peores que los de él, que no era el único, que ya buscaría la forma de encontrar otro trabajo, que no significaba que las cosas iban a cambiar en la casa, que él, su padre, no permitiría que su hijo deje el colegio, ni su tratamiento médico, ni nada. Que las deudas en el banco iban a ser pagadas a tiempo… Pero guardó silencio porque al querer decirlo todo, nada podía decir…

Gabriel, por su parte, solo sentía miedo. Su imaginación volaba más allá de aquella sencilla vivienda. Se veía así mismo hurgando en un basurero, buscando comida, perseguido por los perros, y corría desesperadamente por calles desiertas y maltrechas. Vio a sus padres muertos. Y se sintió solo en un desierto de hielo frío y persistente.

Se abalanzo al cuello de su padre gimiendo bajito. Luchaba contra el miedo sintiendo que no lo podía vencer.

-          Papá – dijo con la voz entrecortada – te prometo que buscaré trabajo…. Por favor…. Por favor… no te preocupes…. No te preocupes…. Todo estará bien… te lo prometo… No te mueras por favor…. Por favor… por favor….

Walter sintió los brazos de su hijo como tenazas asfixiantes. Levantó el rostro por encima del hombro de su hijo sin atinar a deshacerse de él. Solo pudo rodear con sus brazos su cuerpo delgado, murmurando con el corazón destrozado por la pena:

-          Hijo… tranquilo hijito. Todo está bajo control… Nada malo va a pasar te lo prometo. Y por supuesto, si quieres trabajar, te buscaré un buen trabajo. Ambos trabajaremos. Porque yo también buscaré otro trabajo y todo estará bien

El corazón de Walter se aceleró pensando en una posible crisis de nervios. Estas crisis habían pasado alguna vez, de eso hacía ya varios años. Y ahora temió por la estabilidad emocional de su hijo. Así que repitió una y otra vez muchas cosas para tranquilizarlo. Esperanzas, planes, proyectos, incluso le pintó un panorama distinto, más prometedor, una vida feliz, lejos de los avatares del trabajo. Le contó las veces que se había sentido muy triste porque el agotador trabajo no le permitía compartir su tiempo con él. En fin, fue tan reiterativo y convincente que, agradecido y con gran alivio, sintió como los músculos de su hijo se ablandaban alrededor de su cuello. Lo escucho reír con una risa bajita y muy breve. Y suavemente lo apartó de su cuerpo, tomándole el rostro con ambas manos. Los bellos y grandes ojos de Gabriel, estaban inundados de lágrimas, pero sus labios esbozaban una sonrisa angelical. Walter volvió a estrecharlo entre sus brazos acariciando sus enrulados cabellos.

-          Vamos hijo – le dijo con cariñosa determinación – hagamos el desayuno. Es un poco tarde y no tenemos trabajo aún – dijo riendo - pero qué importa. Disfrutemos de nuestro tiempo libre.

 

III. LUISA

 

Luisa, trabajaba en una oficina pública. Se trataba de un edificio viejo y desvencijado ubicado en el centro de la ciudad de Santa Fe de la Concordia. Era una de las primeras en llegar y tomar su puesto a la entrada de la misma.

Consistía su trabajo en recepcionar papeles, correspondencia, atender a toda la gente que acudía en procura de una atención. Luisa se acomodaba en su pequeño silloncito-taburete. Era alto, sin embargo, lo suficiente para que pudiera atender con comodidad en su pequeño mostrador. Sin embargo, no era ése el único trabajo que desempeñaba. Cuando no estaba atendiendo a la gente, solía acudir a una pequeña habitación, donde otros funcionarios se ocupaban de clasificar interminables papeles, entonces, Luisa, colaboraba empeñosamente en esta labor. Otras veces, el jefe la requería para que le lleve el café o realice algún otro mandado. Incluso hubo ocasiones en las que le solicitó soluciones a sus cuestiones familiares.

-          Luisa, por favor. Mi esposa precisa con urgencia viajar a La Cruzada, su ciudad, Puedes conseguirle un vuelo en alguna aerolínea… - le pedía      .

-          Luisa ¿conoces algún restaurante de comida italiana? Dame unas dos alternativas por favor

-          Luisa, Mi hija necesita sacar un documento de “tal” o “cual” oficina. ¿Conoces a alguna secretaria que nos pueda hacer el favor rápidamente?

-          Luisa, llámame un taxi y necesito que esté acá en cinco minutos

-          Luisa, tenga todos los adornos listos para la feria que se realizará “tal” día…

También de otros despachos de la Oficina, solía escuchar:

-          Luisa, el ministro necesita “tal” documento y en un minuto debo enviar. Búscamelo.

-          Luisa, mañana es el cumpleaños del Jefe de Comercialización. Ordena una torta para “tantas” personas y pide las cuotas.

-          Luisa, necesitamos personal para realizar “tal” trabajo extra y necesitamos que te quedes al terminar la jornada.

Y en la ventanilla de recepción, el público a veces se impacientaba:

-          ¿No hay nadie que atienda en esta ventanilla? – reclamaba un caballero – No tengo todo el tiempo del mundo. Que pésimo servicio.

-          Señora. ¿Es Ud. la encargada de atender esta ventanilla? Hace 10 minutos que espero. Haga su trabajo que para eso le pagan – recomendaba otra señora.

Luisa no protestaba ni respondía a la malacrianza ni a los insultos del público. Pedía disculpas discretamente y pronto estaba dispuesta a colaborar. Mucha gente la entendía y se retiraba agradecida. Sin embargo, otras personas, a pesar de la humilde atención que Luisa prestaba, elevaban el tono de su voz, la maltrataban y amenazaban con hacer valer unas influencias con altos jefes. Incluso – contaba alguna vez Luisa – hubo gente que la amenazó con hacerla despedir y uno, no menos atrevido, que conocía a su familia y que le haría un daño inimaginable.

Luisa no era más que una recepcionista, pero sobre ella se descargaba la ira de la gente porque un trámite había demorado o porque los requisitos eran exagerados, abundantes, estúpidos y burocráticos. La pobre mujer lo soportaba todo en silencio, siempre pidiendo disculpas por algún error o demora, que, en rigor de verdad, eran atribuibles a otros funcionarios o a otras dependencias donde con razón o sin ella los trámites demoraban o a veces, salían con errores que suponían otros tantos días de demora. Tampoco faltaba el ciudadano molesto con el gobierno que descargaba todo su odio político y Luisa, silenciosa, sin comprender toda la verborrea ideológica y demagógica del ciudadano, preparaba los papeles, ponía sellos a sus documentos, hacía registros y entregaba los despachos al ciudadano con una disculpa.

Ajetreada y diligente como una hormiga Luisa cumplía con su trabajo sin quejarse. Era consciente de que necesitaba el trabajo ahora más que nunca, pues su esposo había sido despedido de la empresa donde trabajaba. Varios años trabajando en esta Institución del Estado le valió la confianza de todos los jefes que pasaban, por turno, en esta entidad. Se había hecho imprescindible y, al parecer, estaría trabajando en ella hasta jubilarse. Un privilegió del que poquísimos funcionarios podían gozar, pues el trabajo en este país era siempre un privilegio; nunca un derecho. Y no importaba el exiguo salario. Trabajo es trabajo, pensaba Luisa y daba gracias a Dios todos los días. Más aún porque, dada su amplia trayectoria, nunca había necesitado una recomendación política para continuar gozando de tal trabajo; pues, ya se había hecho costumbre en los últimos años, que para ingresar a trabajar en el Estado era necesario un padrinazgo político.

Aquel día, sin embargo, fue uno que Luisa lo recordaría por el resto de su vida. En su casa, sentada frente al televisor, veía noticias que siempre la perturbaban y le dejaban como un vacío sin respuesta. Eran noticias que muchas veces le habían sorprendido en medio de su sueño y que la despertaban aterrada. ¡La Prensa! ¡Los medios de comunicación! Luisa tenía pesadillas con los periodistas con micrófono. Especialmente aquellos que recorrían las instituciones en busca de noticias sensacionalistas.

-          ¿Y si un día un periodista se presenta en mi trabajo? – pensaba – ¡La primera persona que encontraría sería yo! – Este temor solo lo compartía con su esposo y con nadie más. Sentía una silenciosa vergüenza ante sus compañeros.

UNA FAMILIA

Y aquel día sucedió. Luisa se encontraba atendiendo a una señora en su pequeño mostrador y la vio entrar como un huracán. La sangre se le heló en las venas y sintió el corazón latir aceleradamente. La periodista era una mujer alta y robusta, sostenía un micrófono en la mano y la seguía su camarógrafo. Luisa la había visto muchas veces en la televisión acosando a funcionarios públicos con preguntas que no dejaba responder. Tenía un vozarrón que lo inundaba todo. Se acercó al pequeño mostrador y sin dirigir la palabra ni la mirada a Luisa, comenzó con su peculiar presentación frente a su cámara. Luego se volvió y dirigió a Luisa una mirada terrible, ni siquiera notó que la pobre empleada había palidecido tanto que sus labios se habían resecado tornándose más blancos que un papel.

-          ¿Es usted la Secretaria de esta oficina? – la espetó la periodista.

-          Si… si… - balbuceó Luisa, asintiendo con la cabeza y tratando de contener la intensa emoción.

-          Deme su nombre – Luisa bajó de su pequeño sillón-taburete a tropezones.

-          Le anunciaré con el Lic. Corrales …. El es…..

-          ¡Su nombre – la interrumpió imperativamente la periodista – le he preguntado su nombre!...

-          Si… no… Permiso… la voy a anunciar…. – La periodista se introdujo pasando por alto el pequeño mostrador que servía de límite al público, abriéndose paso entre unas cuatro personas que hacían una fila para ser atendidas y casi habló a gritos en el micrófono dominando con su estatura, la delgada figura de Luisa.

-          ¿No me escuchó? ¡Le pregunté su nombre! Aquí hay gente que quiere saber su nombre y Ud. Es una empleada que se debe al pueblo – vociferó sobre el rostro de Luisa y se dirigió, sin esperar respuesta, a las cuatro personas que contemplaban con asombro aquella escena – Ud…. – dijo acercando el micrófono a una mujer – ¿Ha sido atendida? ¿Tiene algún trámite pendiente? ¿Tiene alguna queja contra esta oficina o contra esta señora? – y señaló la aterrorizada figura de Luisa.

-          No – respondió la mujer – es la primera vez que vengo.

-          ¿Y Ud? – volvió a preguntar a otra persona. Esta vez un hombre de lentes, con ánimos de sobresalir en las cámaras, estiró el pescuezo para alcanzar el micrófono que se le extendía.

-          Es la tercera vez que vuelvo. Me dijeron que mi trámite tardaría tres días, pero ya van dos semanas y nada… creo que hay mucha burocracia y qué bueno que la prensa tome cartas en el asunto… que el ministro explique por qué los trámites tardan tanto…. Es un abuso contra la gente…. – la periodista dio un respingo de satisfacción. Bastante material para su programa. Con rabiosa alegría se volvió a Luisa que permanecía inmóvil y fría como una estatua.

-          ¿Qué pasó con el trámite del señor? Quiero que me responda ahora mismo y exijo ver al ministro en este momento.

El timbre del teléfono interrumpió brevemente la escena. Luisa tomo el auricular con sus manos temblorosas y solo respondió con monosílabos. Al otro lado de la línea le daban instrucciones de no dejar pasar a la periodista. Le ordenaban decir que el ministro no se encontraba. Luisa sentía que la cabeza le daba vueltas. Una contracción dolorosa en el estómago le provocó una nausea que disimuló lo más que pudo. Con una voz que parecía un hilo, explicó a la temible periodista:

-          El señor ministro no se encuentra…. En despacho…. Disculpe… - La periodista lanzó una carcajada que aterrorizó aún más a la pobre funcionaria.

-          ¿Y tú piensas que te voy a creer? Ni siquiera me has dado tu nombre. ¡Cómo te llamas, funcionaria inútil!

Y dicho esto dio un golpe tan fuerte en el pequeño mostrador que todos los papeles volaron y se desparramaron por el suelo. Luisa se sacudió levemente y dio un paso vacilante hacia atrás; luego se agachó a recoger uno a uno todos los papeles nerviosamente mientras se agarraba el estómago con fuerza. En ese momento se presentó el guardia de seguridad del edificio y se acercó a la periodista tratando de convencerla amistosamente para que se retire. Luisa tuvo un momento de alivio. Sin embargo, sucedió algo inusual. La periodista dio un empellón al guardia que estuvo a punto de caer y se acercó a Luisa a quien obligo violentamente a enderezarse.

-          Tú vas a decir tu nombre aquí, frente a las cámaras. Me vas a decir cuánto ganas. Vas a explicar al pueblo por qué estás aquí gastándote la plata del Estado sin trabajar.

-          Yo me llamo…. – respondió Luisa casi como un desmayo.

-          Ya no me digas tu nombre; quiero saber cuánto ganas, con cuanto de plata le estafas al pueblo….

-          Yo… yo no gano mucho….

-          ¡Cuánto!

-          Solo ga…..

-          Señoras y señores: Esta es la clase de funcionarios que tenemos en el Estado, ineficientes, vagos……

Las palabras se mezclaron entre las voces y el tumulto que se armó entre la gente expectante, cuando entre dos guardias de seguridad, obligaron a la periodista a desalojar la oficina en medio de la aglomeración de la gente curiosa, de los que estaban y de los que llegaron. La voz de la periodista se fue haciendo confusa y cada vez más distante. Los demás funcionarios recién asomaron sus cabezas para ver cómo la periodista era llevada de los brazos por los guardias de seguridad.

Una empleada se acercó presurosa donde Luisa, al notar su turbación.

-          Luisa…. Luisa. ¿Estás bien? – Luisa volvió los ojos como un cordero degollado y lánguidamente cayo desmayada en los brazos de su compañera.

 

IV. EL HOGAR

 

Casi anochecía cuando la cerradura de la puerta de departamento sonó y al abrirse dio paso a una Luisa agotada por las cuitas del día. Las emociones desagradables vividas en la jornada la habían dejado aún pálida y temblorosa. Casi se arrastró hasta la pequeña salita con sillones abultados y cubiertos con sendos tapadores coloreados de flores color de otoño. Se desparramó en un sillón, botando la cartera a un costado. Ni siquiera saludó a su esposo y su hijo que le habían preguntado cómo le fue en el trabajo. Luisa se tapó el rostro con las manos y estalló en llanto. Walter se levantó apresuradamente arrodillándose a los pies de su mujer, mientras Gabriel se quedó confundido y preocupado en el sofá mirando atentamente a su madre.

-          Luisita… qué paso – preguntó Walter sumamente preocupado. Luisa continuó sollozando intensamente. Sacó un pañuelo del bolsillo de su sacón, se sonó la nariz, se secó las lágrimas y apoyada en el brazo del sillón continuó sollozando de manera entrecortada.

-          Por favor linda… dime… qué paso. Alguien te hizo daño…. dime…. – Walter acariciaba los cabellos de su esposa, le tomaba de las manos y miraba alternadamente a Gabriel que se había parado delante de su madre y permanecía silencioso é interrogante.

El ruido del televisor interrumpía la escena, así que Walter pidió a su hijo que lo apagara. Poco a poco fueron disminuyendo los sollozos, aunque Luisa continuaba con el rostro cubierto por una mano mientras con la otra estrujaba el pañuelo. Finalmente dio un suspiro y se recargo en el espaldar del sillón. Aún continuó suspirando hondamente mientras le saltaba uno que otro lagrimón. Finalmente volvió los ojos a su marido y se abrazó a él como buscando refugio. Y entonces le lanzó todo el relato de la oficina, de como había sido sorprendida por la periodista, como había sido tratada y como se desmayó. Le contó que sus compañeros la habían socorrido y que luego el jefe la había llamado a su despacho. Le contó cómo había esperado una palabra de consuelo pero que su pesadumbre aumentó cuando el jefe le llamo la atención reprochándole el no haber sabido manejar el conflicto. Que se esperaba más profesionalismo y carácter de ella.

-          Mañana debo hacer un informe de todo lo que pasó – dijo entre sollozos con la mano en el pecho – No sé que hacer… Creo que hice quedar mal a la oficina – y volvió a sollozar cubriéndose el rostro con las manos.

-          No, por favor -Walter se esforzaba por convencerla – Solo di lo que paso y que tu no eres responsable ni de que esa periodista se presentara en tu oficina, ni del escándalo que armó. Eso es solo su forma de trabajo. Eso hace ella…. Nadie tiene la culpa de eso… Tú no tienes la culpa… eres una de las mejores empleadas…. tu capacidad, tu trabajo, tu experiencia. No se van a ir al tacho por este incidente….

-          Tu no entiendes. No viste lo enojado que esta el jefe. Tengo miedo que me despida o que eleve un mal informe al ministro. ¿Sabes cómo me perjudicaría eso? – y arrugó el rostro apretando el pañuelo contra su pecho - ¿Sabes cómo nos perjudicaría?

-          Eso no va a pasar, cariño. No va a pasar. Solo tranquilízate y ve con toda seguridad. A tu jefe también se le pasará.

-          Mañana es otro día y será mejor que éste – la voz pausada y juvenil de Gabriel resonó como una promesa. Luisa levantó los ojos mirando a su hijo como un ángel bajado del cielo. Extendió la mano y tomando la de su hijo se la llevó al rostro humedecido por las lágrimas.

-          Tienes razón – dijo con un suspiro de tranquilidad – mañana es otro día y será mejor que éste.

Una hora más tarde, la familia se encontraba cenando un frugal alimento en un sencillo comedor familiar. Hablaron de otros temas. De las noticias, de los asuntos de la casa, de los chismes de los vecinos. A pesar de todo, rieron e hicieron bromas. Gabriel se explayó mucho contando los últimos avances tecnológicos, de lo último en internet y de lo mucho que necesitaba un equipo, pero que tendría paciencia, que esperaría hasta que las cosas mejoraran.

Terminada la cena, los platos sonaban en el fregadero mientras Luisa los lavaba y Walter los secaba y guardaba en los armarios de la cocina. Gabriel dio las buenas noches y se retiró a su habitación. Un poco más de televisión y de noticias para aquellos padres cansados y agobiados por los acontecimientos de la vida. Sentados frente al televisor, Luisa apoyó la cabeza en el hombro de su marido y no tardó en quedarse dormida. Walter se quedó inmóvil cuidando de no despertarla. Pasó el tiempo, las noticias terminaron. Con la mano libre Walter buscaba, programas, noticias, documentales hasta que por fin Luisa despertó y se incorporó para retirarse a dormir. Walter recogió su brazo adormecido y apagó el televisor. Ambos, apagaron las luces, recogieron uno que otro objeto, Walter cargó con el bolso de su esposa y luego se retiraron a su pequeña recámara para descansar y esperar el otro día. Ese que su joven hijo les prometió. Ese que sería mejor que éste que terminaba.

 

V. UN HOGAR DESTRUIDO

 

Mucho tiempo ya había pasado después de los sucesos ocurridos con el despido de Walter y las dificultades en el trabajo de Luisa. Ella continuó en su trabajo y ya no se habló más del tema, aunque el incidente le ocasionó una llamada de atención y muchas recomendaciones.

Pero la tranquila rutina de la familia había cambiado. Walter había buscado trabajo en varias instituciones. Permanentemente enviaba su Hoja de Vida a muchas de ellas. Había hablado con amigos vinculados a empresas e instituciones, quienes le habían prometido que le llamarían y nada. Había días que se levantaba animoso y vivificante con la casi certeza de que todo se resolvería, pero terminaba el día sin que nada nuevo pasara y entonces, en la oscuridad de la noche se quedaba despierto. A veces se levantaba de la cama tratando de no hacer ruido y se desplazaba silencioso a la salita. Encendía el televisor y miraba películas para distraer el insomnio, poniendo un volumen bajito para no despertar a los suyos.

Pero la mayor parte del tiempo, caminaba incansablemente en las calles, sin sentido y sin rumbo. A veces, simplemente recorría el barrio descubriendo cosas nuevas en las que nunca antes había reparado. Una tienda nueva, una construcción con ciertos detalles, colores, árboles, calles de piedra y calles de cemento. Hasta había descubierto las imperfecciones de las aceras y calzadas. Se paraba a ver la arquitectura de alguna casa y concurría con más frecuencia a la tiendita del barrio de manera que reparó en lo simpático que había sido el casero.

Sin embargo, la preocupación ensombrecía su mirada a medida que pasaban los días. Ya había recibido unos mensajes del Banco recordándole que andaba retrasado en el pago de sus deudas. Y entonces, las mil y una ideas para generar recursos que pasaban por su mente, se le antojaban lejanas é imposibles.

-          ¿Qué hacer? – se preguntaba una y otra vez.

La pandemia había dejado huellas preocupantes en la sociedad. Se habían cerrado empresas. Muchos trabajadores, como él, habían quedado cesantes. Y para colmo, Walter se encontraba en una edad no muy atractiva para los empleadores. Sus cincuenta y pico años no atraían a las empresas y tampoco le daban la edad para cobrar una jubilación. Mientras tanto, las cuentas del banco se acumulaban, los impuestos crecían, muchas necesidades se iban quedando postergadas. El sueldo de su esposa apenas alcanzaba para comer y aún en esto, había bajado la calidad y aún la cantidad. Hacia ya como tres meses que su hijo había postergado las visitas médicas y solo concurría al colegio con una exigua mesada que apenas le cubría el transporte de ida y vuelta. Por primera vez, Walter tomó atención a la ropa de su hijo, pues antes la comodidad de su salario unido a la falta de tiempo, lo habían mantenido desinformado. Así descubrió que Gabriel tenía los zapatos viejos y que usaba la misma camisa y el mismo pantalón casi todos los días. Que la mochila había sido recocida varias veces, seguramente por su madre. Walter se desesperó al descubrirse así mismo como un padre tan descuidado.

Aún le quedaban unos cuantos pesos de un pequeño ahorro. Y con ello decidió salir un día de compras con su hijo para comprarle algo de ropa y zapatos. También lo llevaría a comer unas hamburguesas. Había un food track cerca del edificio y era el preferido del muchacho. Iría allí con él y la pasarían muy bien. Un día, al retornar Gabriel del colegio, Walter le pidió que se alistara para salir y de esa manera, recorrieron varias tiendas. Gabriel buscaba ropa barata, callado como siempre y sin dar explicaciones. Walter lo contemplaba entre agradecido y triste. Pero logró que el muchacho se comprara unos pantalones y un par de zapatos decentes. Luego se fueron a comer hamburguesas y pidieron otra para llevarle a Luisa para cuando regresara del trabajo. Fueron momentos tan gratificantes y hermosos que Walter se despertó al día siguiente con la certeza de que tendría grandes sorpresas. Y así fue. O mejor, fue así mientras duró.

Un amigo lo contactó con otro amigo a quien le hacía falta un asesoramiento contable. Walter se comprometió y se empeñó agradecido en cumplir con la tarea asignada y efectivamente lo logro. Organizó las cuentas del amigo, hizo los pagos correspondientes, elaboró registros y actas y se sumergió entre números y tablas interminables. En fin, transparentó con mucha eficiencia las cuentas de la empresa encargada, sacándola del oscuro laberinto financiero en el que se encontraba. Pero a la hora de cobrar lo acordado comenzaron los problemas. El amigo le había entregado un adelanto para que Walter iniciara el trabajo. Aquel día, Walter radiante de felicidad había llevado a su pequeña familia a cenar a un restaurante muy elegante, acariciando la idea de que si empezaba con trabajos como ése, sus problemas financieros estarían resueltos. Sin embargo, una vez terminado el trabajo, el amigo se negó a pagar lo acordado arguyendo que el trabajo no había sido bien realizado, que faltaba ciertas cuentas y que por lo tanto le pagaría menos. Walter no se encontraba en condiciones de regatear y terminó aceptando el trato. Acordaron que el pago se realizaría al día siguiente. Sin embargo, al día siguiente el amigo no estaba en su oficina, no contestaba el celular y no se hacía encontrar en su casa.

Walter comenzó un via crucis para cobrar aquel dinero. Esperó dos semanas y solo consiguió el pago de una parte. Finalmente, después de muchos ruegos y amenazas logró que le pagaran poco a poco. Así transcurrieron otros dos meses en los cuales no pudo resolver sus cuentas. El dinero se le disolvió en la nada y sin darse cuenta, estaba otra vez con las manos vacías.

Walter, salió nuevamente a recorrer las calles interminables sin rumbo fijo. Siempre le habían gustado los días de lluvia y calzándose un impermeable salió de su casa un día de lluvia para sentirla golpeando los árboles, la calle y su chaqueta, la misma que ya le quedaba grande, tanto había enflaquecido. Había aumentado los matices grises de su pelo y sus sienes eran casi blancas. Walter era un hombre de buena complexión física, de tez morena y mediana estatura. No se podía decir que fuera muy atractivo, mas bien, se asemejaba más a un hombre promedio. Pero tenía una mirada inteligente y profunda. De hecho lo era. Había leído filosofía y política desde su más temprana juventud y tenía cultura y claridad de análisis. De hecho, esas fueron las virtudes que enamoraron a Luisa, una muchacha delicada semejante a un capullo dorado. Rubia como un sol y con los ojos verdes como la esmeralda. Delgada sin embargo, pequeña y frágil.

Los días de lluvia le recordaban a Luisa. Con ella, el día que se enamoraron, habían caminado bajo la lluvia en un dia de verano. Con ella se había quedado esperando bajo un pomarroso, que amainara la lluvia. Era una lluvia suave que incrementaba el olor de los azahares y del pomarroso floreciente. Recordó su primer beso. Suave como las flores.

Walter se detuvo en el portal de una casona pues la lluvia había aumentado.

-          ¡Que diferente es todo ahora! – se dijo asimismo con mucha tristeza - ¡Cómo quisiera volver a aquellos días!

Los últimos días habían sido muy tensos en la casa. Gabriel permanecía silencioso y taciturno. Ya no hablaba como antes, no se sentaba a contarle sus pequeñas aventuras del colegio. No le preguntaba cosas. Y Luisa…. ¡¡¡¡La eterna Luisa…Ah!!!! Se había vuelto tan llorona y quejumbrosa.

-          Lo comprendo. Claro que lo comprendo. Ella, tan delicada como una flor, trabajando tan duro, aguantando tanta rudeza en el trabajo. Y yo…. Desgraciado de mi…. Nunca pude darle la vida que se merecía. Ella ya no confía en mí. Soy un fracaso… - apretaba los puños dentro la gabardina sintiendo rabia por su suerte, recordando a las personas que le habían causado daño en el trabajo y odiando al banco, odiando sus deudas, odiando su vida.

Tembló por un momento pensando que, si las cosas seguían por este despeñadero, perdería a su mujer, a su hijo y se quedaría sin familia. Un hombre abandonado, un paria, una sombra de lo que fue y de lo que nunca pudo ser.

-          Me iré lejos – afirmó murmurando entre dientes y mirando la calle a través de la cortina de lluvia que azotaba las baldosas – Solo volveré cuando pueda darles una vida digna. La vida que les prometí. No tengo coraje para volver a casa y ver a mi mujer llorando, a mi hijo enfermo, enfermo de frustración y desamparo. ¡Qué dirán de mí! ¡No lo sé! que abandoné a mi familia…. Y… si… eso es posible, pero dejaré una carta. Dejaré el poquito dinero que me queda y mandare más dinero desde donde me encuentre. No quiero ver sufrir a mi familia. Y no quiero que me vean así…. Derrotado, flaco y sin esperanzas.

Se sorprendió así mismo llorando. Así como el cielo derramaba sus lágrimas, el humedecía su rostro con las suyas. Así como comenzó todo a lado de su amada; asimismo terminaba al parecer, bajo otra lluvia de verano, promediando el oscuro atardecer. Walter exhalo un profundo sollozo que se apagó con un sordo tronar y un reluciente relámpago que surco el cielo.

WALTER, GABRIEL Y LUISA

 

Esta historia continuará…

 

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