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¿Se puede leer esta novela sin evitar relacionarla con lo que está pasando hoy en día en nuestro país? ¿Se puede eludir la necesidad que tienen tantas personas de saber dónde están enterrados sus muertos –asesinados durante y después de la guerra civil española- para poder desenterrarlos y llevarlos a los lugares que ellos y sus creencias, dispongan? ¿Se puede deducir, después de leer este libro, que los muertos es mejor que estén callados, que es más sano no saber lo que pasó? ¿O se podría, por el contrario, exigir a la justicia que pueda y deba acusar a los asesinos para que paguen su culpa, para que esos terribles crímenes contra la Humanidad no queden impunes...?
Son debates y discusiones que están hoy en boca de todos, después de la acusación contra un juez, que fue quien levantó la liebre (liebre amnistiada durante la transición), un juez cuya trayectoria ha sido la de implicarse en causas perdidas, justas (claro) y terroríficas, tanto en nuestro país como en Chile o Argentina. Un juez de la Audiencia Nacional que todos conocemos.
Juan Gelman, escritor, poeta y Premio Cervantes, dijo en su día: "No se entiende".
Esta novela, terrible y muy bien escrita, sí se entiende y a mí me ha puesto los pelos de punta. Narra como unos falangistas asesinaron con el famoso tiro en la sien, a un padre -profesor de escuela- y a su hijo de 16 años en un pueblo del País Vasco recién ocupado por los nacionales, antes de terminar la guerra . Luego vinieron otros (tiros y muertes). Y relata también la relación que se fue creando al paso de los años, con el hijo pequeño de ambos muertos que vio con sus ojos el vil asesinato, y miró con los mismos ojos inquietantes a uno de los asesinos. Y narra la historia de una higuera, testigo mudo de la tumba cavada bajo ella, creciendo donde padre e hijo fueron enterrados, cuidada, regada y ennoblecida durante teinta año por un hombre – mirado por un niño- que enloqueció como tantos y que se desplazó a ese lugar con la única misión de regar el árbol, para que el niño, cuando creciera, no le matara a él.
Y así va sucediendo la novela en un delirio permanente de los vencedores y de los vencidos, del hombre convertido en ermitaño, de la mujer que le cuidaba, de la misma higuera y de los habitantes de la aldea, que al cabo de los años, ni recordaban el suceso, ni querían recordarlo, porque el tiempo, inexorable, pasa por encima de todo y desea que todo se olvide. Pero la memoria, esa sombra permanente que no nos abandona, es necesaria para poder vivir mirando hacia el futuro con la cabeza bien alta. La nuestra y las de nuestro hijos.
"Lo que empezó a circular dulcemente por el pueblo no fue la verdad, la revelación, sino la actitud de tres mujeres acudiendo con entereza al lugar... (...) Nunca hubo muchedumbres. (...) Y se hizo así no porque estuviéramos en 1966 y miles de tumbas condenadas al olvido por todas las cunetas de España esperaban su resurrección, sino porque el camino que estrenaba aquella tumba era tan profundo y tan nuevo que aún convenía avanzar por él con el viejo terror."