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Intolerancia

06/09/2018 16:30 0 Comentarios Lectura: ( palabras)

Los fanáticos que matan en nombre de Dios

«Conocerán que sois de los míos si os amais los unos a los otros». (Jn. 13, 35). Esta frase, fundamental en los evangelios y en toda la teología cristiana, ha sido traducida así, en infinidad de ocasiones, por la jerarquía: «Pertenecen a la grey de Cristo todos aquellos que piensen como nosotros pensamos. Y los que no piensen así, son pecadores, herejes y merecen ser castigados. Además, haremos que se les prohiba extender sus ideas y si está en nuestra mano, los encarcelaremos y hasta los haremos desaparecer, aunque sea por la violencia. La defensa de nuestras ideas acerca de lo que es un cristiano auténtico, justifica toda violencia». Los teólogos y la jerarquía actual no estarán de acuerdo y afirmarán que eso no es así; pero miles de hechos a lo largo de veinte siglos y a todo lo ancho del mundo me darán la razón. Ya hemos dicho que el cristianismo, mientras fue minoritario, tuvo que padecer los abusos de otros fanáticos, pero en cuanto llegó a tener alguna fuerza, aliándose con el poder civil constituido, influyó en éste para que no tolerase otras creencias, o por lo menos que las reprimiese. Y cuando él llegó a tener poder propio —incluidos ejércitos— fue absolutamente intolerante con cualquier idea —fuese o no religiosa— que no estuviese de acuerdo con lo que pensaba el sumo jerarca. Esta es otra verdad histórica que por mucho que se rasguen las vestiduras los modernos apologistas, no se puede borrar. En páginas anteriores, y a propósito de otros temas, ya hemos visto muestras de esta intolerancia con los cátaros y otros herejes. Por los mismos años, los valdenses, alumbraban con sus cuerpos convertidos en teas, las noches de bastantes ciudades del sur de Europa. Cuando uno lee la historia de la Iglesia, escrita por clérigos, se encuentra con unas descripciones de estos herejes completamente prejuiciadas. Según ellos eran unos revolucionarios peligrosos, enemigos de la Iglesia y del Estado, y por el mero hecho de negar algún dogma, ya eran malos e indignos de seguir formando parte de la «sociedad cristiana». Es notoria la falta de caridad y hasta de civismo, con que estos «herejes» son tratados en los documentos episcopales y hasta en las bulas y encíclicas papales en donde desde «apestados» y «malolientes» se les tributa toda suerte de insultos. Es cierto que entre los herejes hubo auténticos alucinados, como Segarelli (muerto en 1300) que pretendió fundar una nueva iglesia cristiana, escogiendo para ello doce apóstoles y tratando de vivir al pie de la letra el evangelio. Tan al pie de la letra, que para seguir aquello de «si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt. 18, 3), hizo que lo envolviesen en fajas como si acabase de nacer y que una nodriza lo amamantase; y no sólo eso, sino que se hizo circuncidar. Vestido de una manera estrafalaria y seguido siempre de una turba de fieles, recorría las ciudades del norte de Italia, gritando: «¡Haced penitencia!». Por supuesto que este pobre loco, al igual que sus seguidores, acabó en la hoguera. Muerto él, surgió un nuevo líder que reavivó a los «apostólicos», como se les llamaba. Su nombre era Fra Dolcino. Tan loco como Segarelli, era capaz, sin embargo de lograr cantidad de discípulos que, dejándolo todo, lo seguían a donde quiera que iba. Tanto los obispos como los príncipes y reyes los veían como una constante amenaza, porque, todos sin excepción, fustigaban los vicios de las cortes reales y episcopales y no se sometían al clero. Ni que decir tiene que también Fra Dolcino y muchísimos de sus seguidores, acabaron en la hoguera; y lo digno de notarse fue que aunque morían entre tormentos, una vez amarrados al leño, no se arrepentían ni se retractaban de nada. Alucinados como éstos y fundadores de sectas locas ha habido cientos en la Iglesia y los sigue habiendo en la actualidad. En los siglos XII, XIII y XIV hubo cantidad de sectas heréticas, que en el fondo eran una reacción contra la depravación que reinaba en el clero, en la jerarquía y entre los príncipes que se llamaban cristianos. He aquí algunas de ellas: arnaldistas, patarinos, begardos, leonistas, beguinas, humillados, amaurístas, tanquelmitas, petro-brusianos, speronistas, taboritas, pastoreaux, lolardos, enricianos, etc. La mayor parte de ellos acababan sus vidas en el fuego, debido a esta intolerancia de la que estamos hablando y que, ya para entonces, era un cáncer del verdadero espíritu cristiano. El fundador de los petrobrusianos, el sacerdote Pedro de Bruys (+ 1138) fue arrojado a la hoguera por la multitud, un día de Viernes Santo, después de haber exhortado ardientemente a destruir todas las cruces del mundo porque ellas habían sido el instrumento para la muerte de Cristo. Con estos actos bárbaros, el pueblo no hacía más que seguir el ejemplo de sus obispos y de sus reyes. El cristianísimo Pedro II de Aragón escribía: «Si alguna persona noble o plebeya, descubre en nuestros reinos algún hereje y lo mata o mutila, o despoja de sus bienes o le causa cualquier daño, no por eso ha de temer ningún castigo, antes bien merecerá nuestra gracia». (A pesar de su «mucha cristiandad» murió violentamente cuando defendía de las huestes papales a su pariente Raimundo VII hereje y excomulgado). En España se jactan algunos de que apenas si florecieron los «heterodoxos» y Menéndez Pelayo así lo reconoce todo ufano. Pero la verdad es que no tenían mucha oportunidad de discrepar, pues el «acendrado cristianismo» de sus reyes rayaba en el salvajismo —admitido por Menéndez Pelayo— a la hora de arrancar de raíz la herejía. Nada menos que de San Fernando, nos dice el Padre Mariana S. J.: «Era tan enemigo de los herejes, que no contento con hacerlos castigar, él mismo con su propia mano les arrimaba leña y les pegaba fuego». Y a esto añade Menéndez Pelayo: «En los fueros que aquel santo monarca dio a Córdoba, Sevilla y Carmona, impuso a los herejes pena de muerte y confiscación de bienes... Los Anales Toledanos refieren que en 1233 San Fernando enforcó muchos homes e coció muchos en calderas». Si esto hacía un santo, ¿qué podemos esperar de los que no lo eran? O dicho de otra manera, cuando el fanatismo se apodera del alma de un hombre bueno, lo convierte en un animal peligroso, capaz de asesinar a su hermano por cumplir «la voluntad de Dios». Hicimos un breve paréntesis para ocuparnos de algunas sectas heréticas que no llegaron a echar raíces y habíamos dejado por un momento a los valdenses. Éstos sí las echaron y tan hondas que todavía hoy florecen en el sur de Francia y en el Piamonte Italiano. Al igual que las otras sectas, eran «puristas», es decir querían una Iglesia más austera y se rebelaban contra la jerarquía y el clero al que por muchas razones tildaban de corrupto. Llamábanse valdenses porque eran seguidores de Pedro Valdés (o Valdo), comerciante de Lyon nacido en 1140, que se había convertido repentinamente en 1173 cuando oyó leer las palabras del evangelio: «Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y ven y sigueme» (Mt. 19, 21). Tanto Pedro como sus seguidores, vivían muy pobremente, exigían una reforma radical de las costumbres en el pueblo y en el clero, y sobre todo en la jerarquía, y daban en todo, ejemplo de vida. Es cierto que en cuestiones doctrinales se apartaban un poco de las enseñanzas oficiales, pero esto sucedió posteriormente, cuando ya habían sido muy hostigados por las autoridades eclesiásticas y por los príncipes, azuzados por aquéllas, siendo uno de los puntos principales de fricción, la orden que los obispos y el mismo papa les habían impuesto de no predicar sin un especial permiso. Pero los valdenses tenían por uno de sus principales mandamientos, el consejo evangélico de «predicar el reino de Dios a toda criatura» (Mr. 16, 15) y por eso no obedecían y seguían predicando. Sus doctrinas, avaladas por su vida austera, se extendieron como reguero de pólvora y en pocos años los encontramos en el Delfinado, Piamonte, Lombardía, Provenza, Alemania y España. El avance es tan arrollador que Inocencio III, el año 1209 convoca nada menos que una Cruzada para combatirlos y destruirlos. Entonces comienzan las grandes tribulaciones de los «pobres de Lyon» como comúnmente se les llamaba. En 1211 arden en una gran hoguera en Estrasburgo más de ochenta «pobres», siendo uno de los principales instigadores de esta acción Santo Domingo de Guzmán, el fundador de los dominicos. Tanto él como su orden demostraron un fanatismo atroz en la represión de las herejías. Fue tal la fiereza de algunos inquisidores dominicos, que un papa dio orden de que siempre al lado del inquisidor dominico —que representaba el rigor y la intransigencia— hubiese un fraile franciscano, que representaba el amor y la comprensión. Pero ni esto fue óbice para que muchos herejes terminasen achicharrados, después de haber sido juzgados por estas balanceadas parejas. Pero volvamos a los valdenses. En 1237 el Obispo de Tarragona manda a la hoguera a quince valdenses, pero para entonces ya muchos otros seguidores de Pedro Valdés habían sido torturados y quemados y, por supuesto, privados de todos sus bienes, en docenas de sínodos y de acciones independientes llevadas a cabo por los señores feudales y príncipes, que se amparaban en el ejemplo que les daba el papa y los obispos. Los apologistas suelen describir a los valdenses como hombres peligrosos por la radicalidad de sus ideas y hasta por la belicosidad que algunas veces demostraron. Sin embargo, si bien es cierto que a veces se convertían en elementos peligrosos pues hacían despertar al pueblo y lo encolerizaban contra sus dirigentes, su belicosidad fue frecuentemente forzada, ya que si no se defendían, eran llevados como borregos al matadero.


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