HOy se ve en el mundo grandes movimientos de masas humanas, en todas las regiones desde medio oriente pasando por Europa hasta llegar a la tierra bendita de américa, donde muchos de nuestros hermanos se calzan sus zapatos, agarran sus morrales con todo lo que pueden cargar en una mano y en el otro llevan a sus hijos cargando a cuestas la esperanza de un mejor mañana para ellos en otra tierra distinta a las que los vio nacer; unos se dirigen hacia el sur a países como Argentina, Bolivia, Brasil, Chile Ecuador, Perú y Uruguay, Mientras que otros se dirigen al futurístico norte Canadá, Estados Unidos y México.

Desde países como Guatemala, Honduras, El Salvador y Venezuela los cuales se desangran por las costuras sus venas del mejor recurso que poseen sus hombres y mujeres trabajadores, su relevo sagrado sus hijos los cuales pueden irse para no volver nunca más. Sin embargo, en estos países a los que migran esperanzados; encuentran realidades igualmente terribles a las de sus naciones maternas, solos sin ayuda de aquellos integrantes de su familia que dejaron atrás. Aferrados aun a la esperanza de aquella buena fe y fraternidad que caracteriza a los habitantes de estas tierras, el migrante se aprieta el pantalón para empezar a formar no su futuro si no el de sus hijos, contribuyendo al crecimiento de una tierra extranjera tanto cultural, poblacional y científico del país que permite su adopción con la promesa de que ese retoño que llevan sea mañana un profesional de bien y puedan decir que ese es también su país.

Es por ello que cuando hoy nos encontramos siendo una de las sinfonías de la geopolítica mundial con estos movimientos migratorios en vez de demostrar que podemos ser mejores que Europa y el Medio Oriente, cosechamos sus mismos males xenófobos, discriminatorios y explotadores del migrante. Apoyándonos en los retos que estos movimientos traen arropados como la delincuencia, la sobrepoblación, la pérdida de oportunidades de empleo y decenas de otras malas costumbres en los migrantes.

Por ello debo de invitar a los ciudadanos de las naciones que acogen a nuestros migrantes latinos americanos a ponerse en los zapatos de aquel que llega.

Pensar un minuto en la realidad de la que huyen desesperados, algunos de la guerra de mafias de narcotraficantes, de la falta de oportunidades y empleos; otros de dictaduras que les niegan y arrebatan un futuro digno matándolos de hambre y de mengua en su propia tierra para enterrarlos en el olvido para solo decir que son un sacrificio necesario para la revolución emancipadora justa del ya conocido socialismo del siglo XXI. El trauma psicológico y la presión a las que fueron expuestos durante la permanencia en sus tierras de origen no tiene otro nombre si no el de torturas inimaginables para la psique humana actual solo comparables con los horrores de una guerra, librada por los gobernantes autoproclamados hacia sus ciudadanos.

Perceptiblemente necesitan ayuda, pero también educación para insertarse en una nueva sociedad con nuevas reglas, deberes y normas que deben acatar como invitados. Me niego a creer que los ciudadanos de los países receptores conjuntamente con sus gobiernos no puedan realizar esta tarea para atender a sus hermanos afligidos, perseguidos por los fantasmas y visiones desesperanzadoras de sus opresores. Es aquí donde nos preguntamos si somos ciudadanos con conocimiento de nuestras acciones o somos otros opresores de los que los migrantes deben huir despavoridos para salvaguardar sus vidas y sus deseos de progreso para sus familias.