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La pandemia de totalitarismo que acompaña los manejos de funcionamiento interno de los partidos políticos, en su inoculación, hace irrespirable el corrompido ambiente que tales prácticas inducen en el entorno de la libertad de expresión
En una de sus máximas Eric Arthur Blair, más conocido con el pseudónimo de George Orwell venía a señalar que “la libertad de expresión es decir lo que la gente no quiere oír”, expresando con ello su percepción sobre un derecho primordial connotado estrechamente con la libertad de pensamiento y de información, como esencial también con el ejercicio de otros derechos fundamentales, del mismo modo que indispensable para garantizar sin cortapisas la participación activa en una sociedad y un mundo libre y democrático.
Debiéramos saber que Orwell defendía el valor intrínseco de la persona, condición que le hizo un férreo detractor de dogmas y dictaduras, y aún tomando compromiso social en defensa de esa causa, fue receloso en todo momento a alinearse con la izquierda totalitaria. siendo esa disidencia el motivo de no ser reivindicado en su posteridad por ninguna ideología política.
Ese rechazo a plegarse a todo formato ideológico, es sinónimo de imparcialidad, de pensar por cuenta propia desde la exaltación de principios éticos, un ejercicio de valentía individual que siempre incomoda a los poderes establecidos sin excepción identitária, por cuanto el hecho de denunciar cualquier forma de lavado de cerebro, representa un peligro para quienes se empeñan en mantenernos sumisos a su disciplina. pues para ellos decir la verdad se convierte en un acto revolucionario que hay que impedir a toda costa.
Los que militamos en la clandestinidad durante el tardo franquismo teníamos claro que el objetivo primordial que el antiguo régimen perseguía con la aplicación de la censura fue siempre impedir la libertad de expresión, principalmente de todo aquello que cuestionara el orden establecido, pues veían en la confrontación de ideas el mayor de los peligros para la propia estabilidad y continuidad de la dictadura.
Si con la instauración de la “democracia” las circunstancia debían haber cambiado, lo cierto es que no fue así, ya que desde entonces la libertad de expresión siguió estando condicionada por la endémica pretensión de la esfera política en fiscalizarla, pues aún resultando sorprendente tal proceder en un estado de derecho, lo cierto fue que al igual que el anterior régimen las fuerzas dimanantes de la transición del 78 desde el primer momento impidieron a los ciudadanos la posibilidad real de objetar a su acción política y a exigir rendimiento de cuentas de sus actos.
Nadie que tenga atribuida la libertad de expresarse puede conferirse la opción de impedir que otros la ejerzan
Eso ocurre porqué el funcionamiento interno de las formaciones política, los hiperliderazgos dominantes impiden la pluralidad funcional con la finalidad de anular toda disidencia, optando al efecto por la homogeneización sin aristas, es decir, por una uniformidad disciplinaria donde los acólitos toman papel protagonista, y esa deficiencia operativa posibilita que el aparato dirija a su antojo la nomenclatura con sus estrategias vacías de contenido y de realidad, causando un déficit de autenticidad que está induciendo un gran daño y empobrecimiento en la democracia interna de los partidos políticos.
La libertad de expresión es sin ningún género de duda la gran perjudicada por esta disfuncionalidad, pues por efecto de traslación se ve afectada por las perniciosas dinámicas que envuelve el atípico funcionamiento de las formaciones políticas cuyas prácticas no hacen más que identificar al partido con los intereses de sus oligarcas, lo que se traduce en la anulación total y absoluta del individuo y de sus propias ideas e iniciativas, hasta el extremo que toda aspiración a poder ser elegido pasa irremediablemente por el acatamiento y fidelidad al jerarca como condición sine qua non para su inclusión en las listas.
En contraste con este anacronismo, es saludable contemplar la madurez de los partidos políticos en otros países de nuestro entorno, que con menos interés por lo propio y mas apertura a la sociedad real al margen de divergencias y tendencias ideológicas, son capaces de cohabitar en madurez manteniendo su legítima lucha por la hegemonía interna y el poder, orientando su finalidad hacia la mejora de la calidad democrática y la incentivación del interés general.
La libertad de expresión es consustancial a la democracia y como tal no sólo hay que preservarla sino además defenderla jurídicamente, pues tenemos la encomienda y el deber de sacarla adelante en las condiciones que una democracia con mayúsculas y una sociedad responsable exigen, rechazando por ello que nadie que tenga la libertad de expresarse se arrogue la opción de impedir que otros lo hagan.
Un objetivo de difícil consecución si no se destierran vicios contraídos, es decir, en tanto se mantenga idéntica dinámica en su funcionamiento interno, pues si quienes administran las instituciones democráticas no actúan democráticamente en el seno de su partido, y en su defecto se mantiene el circo de gestos al compás de director de escena; resulta evidente que tarde o temprano se producirá una involución democrática de la sociedad en su conjunto. que irreversiblenete arrastrará en su caída a la libertad expresión que no se quiso defender.