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Fui a una tienda de autoservicio Oxxo, espacios comerciales que se han convertido en una especie de plaga en todo el país y enemigo número uno de las llamadas «tienditas»..
Fui a una tienda de autoservicio Oxxo, que se han convertido en una especie de plaga en todo el país y enemigo número uno de las llamadas «tienditas». Debía hacer un depósito de modo que aproveché para comprar un agua y dar tiempo para que las 4 personas que estaban formadas pagarán su mercancía.
En la entrada de la tienda había un letrero que advertía a los clientes la necesidad de usar el cubrebocas para poder acceder, y además advertía que podía haber dentro del espacio comercial 10 personas como máximo.
Detrás de mí, mientras curioseaba, escuché unas risas alegres y bromas sobre los que temen a contagiarse de Covid-19. Voltee discretamente y me encontré a una pareja de jóvenes, como de unos 25 años, que abrían uno de los refrigeradores donde hay todo tipo de productos que requieren enfriamiento.
La emoción me envolvió, no poco a poco, sino de golpe, como si me hubieran echado un balde de agua helada, porque pareciera que las burlas estuvieran dirigidas a mí, yo temo contagiarme, y porque los insolentes tenían el rostro descubierto: no temían contagiarse, pero tampoco les importaba contagiar. Mi rostro estaba caliente y cierto temblor en mis labios pronosticaba un mal final. Los miré retadoramente: «ustedes no pueden estar aquí», les dije. No, les grité. Al principio, me vieron como a un bicho raro, como si no entendieran lo que les estaba diciendo o como si estuviera invadiendo un espacio al que no había sido invitado.
-¿Perdón? -dijo la chica.
-No traen cubrebocas, -le espeté mirando a su pareja- y el letrero de la entrada es muy claro.
Se miraron entre ellos y no dijeron nada, sólo se sonrieron burlonamente. Llevaban unos refrescos y un un par de jugos. Se dirigieron a las cajas.
-¿Cómo puede sentirlo, si usted es la primera que viola un reglamento, y quizá vaya en ello la vida de las personas
Yo me les adelanté, y le dije a la cajera: «estos señores no pueden estar aquí». Trato de contar este accidente lo más apegado a la realidad, aunque creo que estoy siendo muy moderado.
Ella los vio y les recomedó usar el cubrebocas para la siguiente ocasión.
-¿Es que usted no entiende? puede que ya no haya una próxima vez, le azoté mi palabras.
-Lo siento, dijo.
-¿Cómo puede sentirlo, si usted es la primera que viola un reglamento, y quizá vaya en ello la vida de las personas.
-No puedo sacarlas porque pusimos el letrero para cumplir una norma, ¿sabe?, pero ellos son clientes y no puedo correrlos. Son órdenes de mi jefe.
Los jóvenes esperaban pacientemente, formados, platicando entre ellos, como si la conversación entre la cajera y yo no los incumbiera.
-«En todo caso -le dije- si se quedan ellos, yo me largo».
Y me salí. Me subí al coche automáticamente. Prendí el motor. Tenía reseca la garganta y me lloraban los ojos. Abrí la botella de agua, y entonces me di cuenta. Me había salido sin pagar el agua. Apagué el motor del carro para regresarme a pagar, pero en el último instante, me arrepentí. Tengo mis razones por las que no regresé, no fue la pena ni la venganza, tampoco el valemadrismo ni la pereza. Hubo un sentimiento de debilidad, de resquebrajamiento, de orfandad lo que impidió que yo regresara a pagar lo robado. Bebí el agua hasta el fondo y un sensación de frescura recorrió mi estómago. Mi cubrebocas estaba en el asiento de al lado.
-No traen cubrebocas, -le espeté mirando a su pareja- y el letrero de la entrada es muy claro