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Lloré y lloraste. Ambos con lágrimas extenuantes. Las mías, preventivamente inflamables, porque incendiaron tu lenguaje antes de que dieras respuestas infames. Las tuyas, empezaron siendo arroyos acres y, después de fluir esa tarde como claro caudal insultante, se sosegaron un meandro antes de marcharme y ya las supuse agua potable para la sed de los últimos instantes. Los dos sabíamos que no podía quedarme en estos cauces temporales igual que un junco inane movido por la corriente y el viento irritante de los desdenes habituales. Nada impediría que abandonase el mutismo de estos márgenes fluviales. No lograrán demorarme los inauditos gritos del desaire que jamás tuvo ráfagas suaves cuando aún creía, pobre alma exangüe, que los poemas son capaces de sembrar amor en los eriales. Quizá lo más sensato sea alejarse de todas las decepciones personales e incluso de los áridos lugares donde algunos brotes espirituales se secan sin sublimarse. Un músico me dijo: amigo, debes aislarte en tus melodías esenciales que silencian los desprecios chirriantes. Solo esos sentimientos sonoros derramarán acordes acuosos. Escúchalos bebiéndolos a sorbos. Tal vez consigan emocionarte como humano tallo armonioso.