La herida cierra, cicatriza, la curita se retira y la vida sigue, con la cicatriz en el dedo!!!
Y los días se sumaban… Nada había cambiado, quizá menos basura detrás de la cama…
Y los días se sumaban y con ellos una nostalgia que olía a silencio y sabía a música, un desespero por dejar de temer y por una respuesta que viniera de lo alto…
Años atrás, Eva conoció a una mujer, con varios hijos, que vivía en un barrio de calles empinadas y casas pobres. Y la de esa mujer, Fabiola, sólo tenía una habitación, en la que se acomodaban ella, su esposo y tres hijos. Fabiola aún era joven, aunque con la piel ajada por las lágrimas, los golpes y una que otra hambre aguantada.
¡Esa mañana, Eva fue al barrio, subió la cuesta y se paró delante de esa puerta de madera rota en la parte inferior, despintada y tan triste!, tocó y solo esperó unos segundos para que abriera Fabiola, siempre sonriente, aunque con una herida en la ceja derecha que la noche anterior le había costado 6 puntos en el centro de salud. Pero sonriendo se sentó a atender la inesperada visita y mientras hablaban animadamente, Eva notó como los nudillos de la mano derecha de Fabiola estaban hinchados y heridos.
Fabiola no ocultaba sus heridas, ni las recientes, ni las viejas, no eran una vergüenza, no eran alegría, ya eran naturales. Y Eva no soportó en su boca, la fácil pregunta: - ¿por qué no lo dejas?, si él te golpea?
- ¿Y quién va a entrar la comida para mis hijos? Respondió Fabiola
- Pues tú eres capaz, estás joven y eres fuerte.
... ¿Y ahora por qué no te vas Fabiola? - Porque ya estoy vieja
- No Eva, replicó Fabiola, yo no me voy a quedar sola con la obligación…
Eva entendió aquella mañana que el dolor es algo a lo que No te acostumbras, pero si aplazas. Fabiola aplazaba su dolor por la seguridad de que sus hijos no iban a acostarse esa noche y cada noche sin un plato de comida. Fabiola eternizaba su dolor, pero se levantaba fuerte a despachar a sus hijos para la escuela y aunque otras mujeres de los barrios bajos la juzgaran, exhibía con cierto grado de gallardía sus heridas, porque prefería eso a la angustia de una vida sola de lucha.
Eva entendió aquella mañana que solo tenía que escuchar a otras Fabiolas, decirles qué hacer era atrevido, mas cuando el dolor es un asunto personal e incomprensible para el mundo allá afuera.
Los días de Fabiola se sumaban, su verdugo seguía llegando puño en mano, sus hijos crecían y los días se sumaban. Nada cambiaba, quizá un poco menos de desorden en casa porque sus hijos ya trabajaban. - ¿Y ahora por qué no te vas Fabiola? - Porque ya estoy vieja.
Una tarde, años después, Eva fue a una litografía en el centro y la mujer que la atendía llevaba un morado en el ojo, que le corría casi hasta mitad del pómulo izquierdo. Su cabello no cubría el rostro y sus manos pasaban con agilidad el papel por una máquina cortadora. Levantó la cabeza al llamado de Eva, quien no disimuló su asombro y su tristeza ajena.
Pero el dolor es propio y hasta inentendible. Una mujer se pone una curita y sigue manejando el tren de su vida y seguramente la de algunos otros. El dedo duele, pero la cura disimula la magnitud de la herida.
El dolor es algo a lo que No te acostumbras, pero si aplazas
Autora: Loren Callejas
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