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La inestabilidad política es un problema que sufre el Perú prácticamente desde su independencia, en 1821. Pocos países suman en su historia más presidentes de la República, más golpes de Estado y más revueltas populares. Fueron muy pocos los presidentes que agotaron su legislatura de cinco años. Por el contrario, han sido muchos los que apenas permanecieron una semana en el poder. En 1931 hubo dos que apenas ostentaron el cargo cinco días cada uno.
La tradición parece que continúa enraizada en la política nacional. La pasada semana, el Congreso destituyó de manera sorprendente a Martín Vizcarra, acusado de corrupción en su etapa de gobernador de la provincia de Mosqueda y fue sustituido por el impopular empresario Manuel Merino, que durante unos días ejerció como quinto presidente en los últimos nueve años y en uno de los más fugaces en la historia del país.
Poco después de conocerse la noticia estallaron manifestaciones de protesta en Lima y en otras ciudades importantes del país. Aunque se trataba inicialmente de manifestaciones pacíficas y no excesivamente numerosas, la policía procedió a su disolución de manera inmediata, a porrazo limpio y enseguida a tiro limpio. Fue la primera y única orden del nuevo presidente. Dos muertos y decenas heridos, algunos graves, es el primer balance de víctimas.
Merino ya dimitió. Esta vez el caciquismo de los corruptos no se salió con la suya. En medio de la tensión, Perú se apresta de nuevo a estrenar presidente: será el sexto de la década. Hereda un país decepcionado, y empañado por la violencia y angustiado por la pobreza.