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Tres horas interminables desde que el barco se escora después de las 21:30 hasta la llegada después de las 00:30 a la Isla de Giglio
Hay tantas historias como pasajeros.
Poco después de las 21:30 horas. Restaurante Milano, puente tres, parte baja. Buque italiano con bandera genovesa, Costa Concordia. Viernes 13 de enero de 2012. Un ruido rompe la tranquilidad de la cena después del primer plato, champiñones con chipirones en mi caso. En segundos el barco se escora por babor, por la izquierda. Platos y vasos, botellas y servicios caen al suelo. Primeros gritos. Se apagan las luces pero se encienden rápido. Pienso, ¡esto no puede ser verdad! ¡Esto no puede estar pasando! El barco escorado, pero realmente ¿qué estaba pasando? Primera sensación de miedo a bordo del buque insignia de Costa Cruceros, de una nave con tecnología punta. Llamada a la calma. Desconcierto. Subimos al camarote a coger los chalecos salvavidas por iniciativa propia, ropa de abrigo y documentación. Salimos a cubierta, necesitamos aire. Vemos luces, un pequeño puerto a una distancia próxima, no entendemos el motivo de estar tan cerca de la costa, no parecía normal. Por megafonía indican que estamos ante una avería eléctrica y que todo permanece bajo control. Pasa el tiempo. El barco se estabiliza por un instante y después pasa a escorarse a estribor. Hace frío en la cubierta pero el interior es asfixiante. Hay estrellas y sale la luna. La megafonía repite de nuevo la incidencia en un generador que está siendo atendida por los técnicos. Miedo. El mobiliario está desplazado. Los pasajeros sabemos que pasa algo grave pero poco podemos hacer. El barco sigue escorado. ¡No puede ser!
Poco después de las 22:30 horas la megafonía alerta con palabras en clave “Tango” y código Morse, alarma, hay que bajar al puente cuatro, allí están las embarcaciones a motor para el desalojo del buque. Corremos por las escaleras con dificultad por la inclinación del barco y llegamos a la zona B (babor) que indicaban los chalecos salvavidas. Allí ya está todo el mundo, incluso los de la zona A (estribor), ya que esta zona está muy próxima al agua y no sería fácil embarcar para huir. Recorremos uno tras otro los botes a motor que preparan para salir, pero están completos. Recuerdo inevitable al Titánic, ¡parece mentira cien años después! La gente empieza a perder los nervios. Hay ancianos, niños, enfermos... Tripulación que ayuda y otra que embarca para llegar a tierra cuanto antes. Al fondo de la cubierta queda un bote salvavidas, una embarcación manual en principio reservada para la tripulación con 35 personas de capacidad como máximo, pero en la que subimos al final pasajeros. El buque sigue muy escorado. Tenemos que descalzarnos para subir y vamos al fondo. Cuando descuelgan la barcaza, el ángulo ya no permite bajar más que unos metros y se engancha con una ventana del buque. Bajamos de repente y nos quedamos verticales. Más miedo. Durante interminables minutos ni subimos ni bajamos. No eran capaces de encontrar una solución. Hay tirones que no hacen más que dificultar la situación. Me quito las gafas por miedo a que me caiga alguien encima y que se me puedan clavar los lentes. Al final tiran un cabo y una lancha de los Carabinieri trata de llevar al mar nuestra embarcación suspendida a más de veinte metros y sólo consiguen romperla. Pensamos que nos moríamos. En ese momento el Costa Concordia está semihundido, casi horizontal, esto permite que salgamos por nuestro pie hacia el casco del barco.
Poco después de las 23:30, pienso. Ya no hay conciencia de la hora, del día. Sólo pensamos en salir como sea. En la proa hay una escalera y mucha gente aguardando en fila. ¡Vamos allá!. Los minutos son horas. La luna ilumina el oscuro mar. Estamos sobre una superficie de hierro de casi 300 metros de largo por 62 de alto, hundido en el Tirreno, con frío, docenas de embarcaciones en el agua, helicópteros que casi tiran con uno y gente gritando. La escalera de emergencia es de cuerda y madera, pero no hay otra cosa. Me agarro con fuerza cuando llega mi turno y desciendo peldaño a peldaño. Veo que en el agua los Carabinieri tienen una colchoneta neumática para que saltemos. Me quito los calcetines y los meto en el pequeño bolso que me acompaña, para que no se mojen. Olvido el miedo que tengo a las alturas y desciendo muy pegado a las cuerdas que dejarían durante horas una sensación de tensión en mis manos. Acaba la escalera y cambio de posición para preparar mi salto, pueden ser dos o tres metros, y sin casi pensarlo ya estoy en la colchoneta de los Carabinieri. Dos hombres me cogen y me suben a bordo. Después llegaría otra embarcación para llevarnos a tierra. Desde la cubierta, aún sin creer que estamos a salvo, contemplamos el buque y vemos el gran agujero en el casco. ¡Increíble!
Ya pasan de las 00:30 horas y llegamos a tierra. Estamos en la isla de Giglio. Vemos cientos de personas vagando por el puerto. Alguna ambulancia. No sabemos a donde ir ni que hacer. Una pareja argentina repara en nuestros pies descalzos y nos dicen que en la farmacia entregan zapatillas. Vamos allí. La farmacéutica se sorprende de que aún quede gente en el barco tres horas después del choque con la fatídica roca. Me pongo los calcetines. Salimos con los pies más calientes pero hace frío. La iglesia está llena de gente. El hotel de verano abierto por la catástrofe también. En el puerto no hay reglas ni orden ni nada, vagamos hasta encontrar a los compañeros de la mesa de cena. Casi no hay mantas, ni nada caliente que llevarse a la boca. Tiramos los chalecos salvavidas en el suelo y nos arrimamos para darnos calor los unos a los otros. Pasan las horas. Hacemos cola para subir a los barcos que llegan y trasladan a la gente a la costa de la Toscana. Espera y frío. Hablan de muertos. De la negligencia del capitán.
Son las 07:00 horas. Llamamos a casa desde uno de los móviles con algo, poco, de batería para tranquilizar a la familia. Conseguimos entrar en un barco que tardaría una hora en zarpar. Hora y media casi de trayecto en una embarcación dedicada al transporte de vehículos. No podemos más. Nos adormilamos por agotamiento.
9:30 horas, sábado 14 de enero de 2012. Puerto de Santo Stefano. Toscana. Hay mantas y comida. Tarde. Muy tarde.