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Regresaban los años de mi infancia, y la noche era buena y el mundo sonreía
En la actualidad, nuestras posadas, en su gran mayoría, han dejado de ser celebraciones de la fe, para convertirse en fiestas prenavideñas. Las tradicionales Posadas son festejos dentro de la Iglesia católica, que se celebran durante nueve días, cada día equivale a un mes de gestación de Jesús en el vientre de María, por lo que concluyen el 24 de diciembre con el natalicio del Niño Dios. México, país católico, ha abrazado esta tradición y si bien es cierto, con el paso del tiempo ha sufrido cambios, la esencia, que es esperar el nacimiento de Jesús, se mantiene.
Seguramente muchos de los que lean estas líneas, y los que no las lean también, estarán de acuerdo en que la Navidad, el 24 de diciembre, el día del nacimiento de Jesús, comienza el 16 con sus tradicionales posadas, e incluso antes. Y no es que nos pongamos nostálgicos por la llegada del fin de año, pero la antesala de este día crucial para los católicos está enmarcada por una serie de celebraciones que tienen que ver con los días de nuestra infancia, al menos para los compañeros de mi generación.
Este año asistí a una Megaposada organizada por la alcaldía Tláhuac, debo aclarar que lo hice por curiosidad y, sobre todo, por el gusto de saber que hay un representante del pueblo que aún se preocupa por mantener vivas estas tradiciones; para acompañarlo, pues, para decirle, con mi presencia, que valoramos estos actos porque son los que nos dan un sentido de pertenencia, una identidad, una manera de reconocer en los otros lo que nos vincula y nos une.
Estos motivos fueron lo que hicieron que encaminara mis pasos hacia la alcaldía, pero el solo hecho de llegar se me vino de golpe la memoria de mis días de infancia, y por unas horas volví a ser el niño que creía había abandonado hacía muchos años.
El pasado y el presente se confunden en estas líneas, el niño que fui y que ya no sé si sigo siendo, dio sus primeros pasos dentro del espacio que conforma la explanada de la alcaldía, y mis ojos, llenos de un extraño brillo, de embrujo, fascinación y melancolía capturaron las primeras imágenes -por un momento creí que desde una de las ventanas del edificio de Gobierno mi madre me vigilaba-: ciudadanos de distintas edades, la mayoría acompañados de pequeños, hacían fila para degustar del poche, tamales, atole, churros, amaranto, y una gran variedad de antojitos que podían canjearlos por boletos proporcionados por la alcaldía. No dudé en formar parte de esa comunidad, pero entretuve mi mirada tratando de abarcar esa estampa vívida y luminosa de los alimentos o las dádivas, los rostro de los niños, que eran mi rostro también. Regresaban los años de mi infancia, y la noche era buena y el mundo sonreía.
Cómo olvidar el olor del barro mojado, el heno, papel de china y engrudo
Cómo olvidar el olor del barro mojado, el heno, papel de china y engrudo, si a un lado mío estaba un puesto donde enseñan a elaborar las infaltables piñatas. Y estaban los faroles de papel –¿o lo imaginaba?-, doblados como abanicos, las figuras de papel metálico para adornar los exteriores. Y las estrellas de cartoncillo blanco, con la estampa de angelitos para recordarnos que el milagro sucedería ahí.
Al fondo daba comienzo una pastorela. Me senté unos momentos, pero era el tiempo de mi nariz porque el olor dulce, frutal, llegaba hasta mí. Estuve visitando los puestos de antojitos, fui testigo de la alegría de los niños, las manos entrelazadas de las parejas, los cuerpos abrigados de los más viejos. Fui testigo del milagro: a pesar de los años, la memoria se confunde con el presente, el olor se confunde con el recuerdo del olor, las niñas que rompían las piñatas eran las niñas de las que yo estaba enamorado, los que cantaban los villancicos eran mis amigos, la luz de las velas era la luz que yo iluminaba el rostro de Niño Jesús.
Hubo mucho más, desde luego: música para todos los gustos, un emotivo mensaje del alcalde, Raymundo Martínez Vite, sobre los amigos que ya no estaban con nosotros físicamente, hubo otros protagonistas también.
De algo estoy seguro: los tiempos han cambiado, las tradiciones se han modificado quizá para adaptarse a los nuevos tiempos, pero tenemos un representante en Tláhuac, Raymundo Martínez Vite, al que seguramente su memoria le ha traído esa estampa de olores y sabores que quiere rescatar y mantener viva porque, en algunos casos, los tiempos pasados son mejores. Sabe que son tiempos de cambio, y que esos cambios deben mantener las raíces intactas.