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Las experiencias de cada viaje modifican nuestra manera de observar el mundo y a nosotros mismos
"El sufrimiento y el dolor no están para ser entendidos,
sino para ser resueltos."
Vicente Ferrer"
La cara de Bikas se envuelve en plástico. La nariz de Bikas absorbe energía de la bolsa. El alma de Bikas se pierde y evapora en cada aspiración. A su lado un saco repleto de botellas y restos. Son las siete de la mañana. El niño ha recogido basura durante toda la noche. La vende entre tres y seis rupias el kilo(1). Con ese dinero comprará Dextrina. La droga que le transporta donde su miseria y ocho años no pueden llevarle.
Cada noche en Thamel, el barrio de los turistas de Katmandú, deambulan decenas de Bikas.
Es el Nepal que apenas se ve. Es la ciudad que existe en cada ciudad del Mundo, el altavoz de la pobreza. Amplifica las voces sin sonido de quienes viven con menos de dos dólares diarios.
Los visitantes se pierden entre las cientos de tiendas a la búsqueda de recuerdos, de material de montaña para sus trekines, de agencias organizadoras de viajes, centros de exchanges, Internet. No sabrán, en general, que existen drogadictos y prostitución muy cerca de ellos. Un simple desvío de sus cabezas hacia el suelo lo detectaría. Son los niveles de las calles. Los escaparates a la altura de los ojos. La pobreza en la punta de los pies. Sus botas occidentales recorren las calzadas sin aceras, con agujeros, repletas de basura y ratas fallecidas para dar de comer a cuervos negros y ruidosos. Los visitantes no entenderán que detrás de cada niño que pide está la droga y la pobreza del alma. Las rupias entregadas a los chiquillos van a las manos de los vendedores de excitantes. La comida que se les da, vuelven a venderla para conseguir unas monedas de los mismos supermercados y tiendas que se las han facilitado a los turistas. Esos alimentos despistan a los niños. En vez de hacerles sentir la necesidad de ser ayudados, les permite creer que la calle es el cuerno de la abundancia. No se ven obligados a encaminarse hacia alguna de las más o menos treinta y dos mil quinientas organizaciones humanitarias que trabajan en Nepal y pueden ayudarles. Con probabilidad deducen que los turistas son una fuente inagotable de rupias, comida, bolígrafos y caramelos. Los extranjeros, con sus ganas de conseguir indulgencias y buena conciencia, de buena voluntad colaboran con la corrupción del gobierno nepalí para que los niños nunca salgan de la calle… vivos.
Nepal es el reino de la sonrisa. Ríen los viajeros. Sonríen los comerciantes cuando consiguen el objetivo de multiplicar por diez el precio al blanco, como denominan a los occidentales. Los niños de la calle también enseñan la mueca de alegría enfermiza al aspirar dentro de sus bolsas cargadas de gases envenenados.
Algunos chicos tendrán algo más de suerte. La confabulación de organizaciones, orfanatos, cónsules, gobiernos, facilitarán las adopciones. Ofrecerán a las familias nepalíes la posibilidad de paraísos para sus hijos. El Shambala gracias a que irán a estudiar al extranjero. Los chicos regresarán con títulos de médicos o ingenieros. Pero nunca vuelven. Los analfabetos nepalíes son más del sesenta por ciento de la población. Las organizaciones les harán firmar a los progenitores documentos que no pueden leer. En ellos aparece que "venden" los hijos a europeos o americanos. Los españoles que adoptan, creerán que los niños no tienen padres. Murieron en una ofensiva de la guerrilla maoísta, en un accidente, a causa de enfermedades incurables, según la documentación que les facilitan. El niño no habla español. El español no entiende el nepalí. Un año después, cuando el chico o la chica aprende la lengua, habla de su familia, de sus hermanos. Otras veces, los organizadores de este trasiego de de humanos, les preparan en origen. Anuncian a los pequeños que sus padres han fallecido. De esa manera eliminan cualquier posibilidad de una fuga de información inadecuada. El padre y la madre original se quedarán esperando a hijos que nunca reaparecerán. Ya no hay remedio. Los españoles, se habrán encariñado con el hijo adoptado y ya no pueden desprenderse de él sin perder un trozo de su alma.
Otros niños acabarán vendidos en India como esclavos sexuales. Algunos se tumbarán en las camas de los hospitales de Bangkok. Compartirán sus habitaciones con otros de su misma edad de América, Europa u otro continente más rico. Serán hermanos de sangre. Sus padres analfabetos habrán cedido con su firma, sus órganos para un transplante.
Está en Nepal el Everest, el Annapurna, los elefantes para el paseo en Chitwan, las preciosas tallas en madera de Patán, de Bhaktapur. El turista regresará encantado. Habrá dejado en sus veinte días en el país más de ochenta botellas de plástico de agua. Los chicos de las siete de la mañana se lo habrán agradecido. La basura no reciclable les facilitará el acceso a la droga.
En los trekines los excursionistas habrán gastado en un día más madera para preparar su comida que una familia del campo en un mes.
Nepal es una maravilla. Sus verdes terrazas. El paraíso de los recorridos por valles inolvidables. Sus montañas desmesuradas, los ríos como la corrupción. Corrupción que no es más que hacer mal a otro ser humano. La base de la construcción de la pobreza. El sustento que tan bien se conoce en España. Gracias a esos personajes que buscan sólo su beneficio, el de sus familias y acólitos. De los seres que debiendo trabajar para el pueblo sangran las venas del pueblo insertándose, como las sanguijuelas de los caminos nepalíes, en las venas del funcionamiento público.
Es una pandemia sin fin. Los gestores golfos de la Guerra del Golfo, la del trío diabólico de la sangría inacabada de Irak, los enfrentamientos africanos salvajes y olvidados, los niños soldados, los bancos que producen crisis con sus dirigentes indecentes e intocables. Llegan a Nepal, a los países de miseria los fondos del insensible Banco Mundial, del neoliberal y deshumanizado Fondo Monetario Internacional, de la inoperante ONU, de los programas empresariales de responsabilidad social corporativa. Llega dinero que no hace sino alimentar la pobreza. Desde sus aviones los representantes de las organizaciones no huelen las miserias que crean. Desde los hoteles de lujo no se oyen los llantos. Al otro lado de las ventanillas de los autocares no se tocan los sudores pústulas y pieles deshidratadas por aguas de veneno. Los jefes de los ejecutivos de los países gastan en firmar un acuerdo lo que cientos de familias nepalíes consumen para alimentarse en años.
Pero con esas acciones bien vendidas en periódicos y otros medios nos limpiamos la conciencia. Sin embargo, los excesos siempre inclinan a lo contrario. El péndulo de millones donados se balancea siempre hacia la miseria. Los bolsillos de los pobres se llenan de vacíos creados por los miles de euros de ayudas internacionales. Mientras sus gobiernos revientan cuentas en paraísos fiscales. Corruptos que engendran, corruptos como hidras maldecidas. Los gobiernos saben que donan porque son idénticos en su moralidad a los que reciben. Sólo cambian las apariencias.
Luego llegara el dinero de las subvenciones acordadas a un hospital. El centro tendrá medios. El enfermo acudirá a él. Le solicitarán que deposite, diez, cien mil rupias que, a menudo, su salario de treinta euros al mes(1), no le permite. No será atendido. Sin esa atención tal vez muera, tal vez viva con taras, malformaciones o minusvalías. No le importará al médico porque el juramento hipocrático se perdió en el mismo lugar que la moralidad de nuestros gobernantes.
Nepal brilla en los catálogos de las agencias de viaje. En el papel cuché destacan los ojos de las mujeres, niños, monjes. Igual a las pupilas de Bikas que revelan su excitación. Un turista encantado con la imagen exótica le da un regalo. El presente muta en distintas formas, una como dinero para la droga. La otra se materializa en la botella que ha tirado el visitante al suelo unos metros más allá tras guardar su cámara y después de beber el último trago de agua limpia de patógenos.
Con esa sonrisa fotografiada el viajero evita enfrentar el sufrimiento. No desea ir más allá. En occidente nos invitan, nos preparan, para esquivar cuanto produce dolor del alma. La publicidad se dirige a seres humanos eternamente jóvenes, que viven en hogares sin mácula, dotados de los últimos avances, con hijos perfectos, mujeres y hombres de físicos espectaculares, con horizontes sin poluciones ni pobres. Occidente tiene miedo de atravesar los desiertos del sufrimiento. De aprender del dolor propio que a veces genera la observación del entorno.
Nepal, la miseria, no permite la indiferencia. Obliga a mirar dentro de uno y del entorno en el que la vida se desarrolla. Cualquier ojo, a poca sensibilidad que se posea, recordará los de Bikas que quedarán esperando una nueva moneda. También la de los niños que aguardarán más plástico, más droga mientras el turista, complacido con su colección de fotos y aventuras, regresa a su patria confortable.
El viaje tendrá, si el hombre está preparado para ello, partes positivas. Habrá descubierto nuevas realidades. Lo que no se mira no existe en el mundo del cada uno.
Nunca se regresa de un viaje como se ha partido.
Algunos datos sobre Nepal
(1) Un euro: cien rupias.
Habitantes de Nepal: 26, 3 millones según los datos del 2005, ¿pero quién puede saber con exactitud en un país caótico?
El paro alcanza en ciudades como Katmandú al 80 % de la población.
El analfabetismo, sin poderse precisar con exactitud, alcanza al 63% de la población entre los hombres y el 70% entre las mujeres.
Existen 5 médicos por cada cien mil habitantes.
La expectativa de vida es de unos 61 años.
El Índice de Desarrollo Humano: 136 de 177 países.
(c) Fotos del autor