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Foto: Cristina AlbujaEste experimento, escrito en Suiza, nos hace viajar hasta Quito, Ecuador, para acompañar a Cristina en su recuerdo de la primera lectura de una obra maestra de la literatura latinoamericana, publicada por primera vez hace 50 añosSon estos días de aniversario los que te hacen regresar a ciertos lugares, a ciertas letras. Mientras las secciones culturales de los diarios se llenan de artículos y reseñas que hablan de Cien años de soledad, la novela de Gabriel García Márquez publicada en 1957, mi memoria me permite volver a los años de colegio, cuando obligada ?suertuda yo? por el mejor profesor de literatura que se pueda tener, me enfrenté a la obra de Gabo, como le llaman los colombianos ?mi madre entre ellos? a su premio Nobel. Recuerdo que mi mejor amigo me prestó una edición que era de su padre. Mi mami lo había leído, pero, como era colombiana, sus libros se quedaron en su Cali natal, así que con aquel ejemplar de la editorial Oveja Negra, me quejaba de la tarea que nos había mandado el profe de literatura.Era un sábado de esas perezosas tardes quiteñas. Mi mami estaba acostada en la cama, mi papi veía la tele. Llegué con mi libro prestado entre las manos y me decidí, entre el bullicio de una mala película gringa, empezar a leer la monumental obra. No pasaba de las primeras líneas, hasta que mi mami me dijo con su marcado acento caleño:?Es uno de los libros más bellos que he leído. Vamos a leerlo juntas. Fue así como escuché, con acento colombiano, ese inmortal inicio de la novela: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla del un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos..." y me leyó, a mis 15 años de edad, las 20 primeras páginas. Desde ese momento no pude parar. En un fin de semana leí las 400 páginas de aquel ejemplar. Estaba dentro de la vida de Remedios, Úrsula, Aurelianos y todos los Buendía. Macondo era para mí un territorio conocido, era la Colombia que me contaban mis abuelos; eso que unos llaman realismo mágico, para otros era simplemente nuestra realidad. Recuerdo que terminé bañada en lágrimas con el último de los Buendía atado a un árbol. Aquella noche me senté frente a la máquina de escribir y redacté 16 folios sobre aquella historia que me cambió la visión de los libros, de la literatura y de mi madre. Luego quise saberlo todo sobre García Márquez, leí todas sus obras, y nunca devolví el ejemplar a su dueño. No podía deshacerme de aquel libro. No es lo mismo comprar otro, cuando se ha dejado el alma en aquella lectura. Años más tarde, cuando llegó el momento del exilio, me traje el libro conmigo. Y mucho tiempo después pensé que era el momento de la relectura.Era diciembre de 2004, nunca, hasta entonces, había releído una obra. Pensaba que con tanto por leer, no había tiempo para eso; sin embargo, hoy creo que es necesario, que hay obras que quieren volver a pasar por nuestra vida. Empecé durante el vuelo a Tailandia, leí las primeras 200 páginas de un solo tirón. Era maravilloso volver a encontrarse con los Buendía, Macondo y aquel mundo que, visto desde mi nuevo hogar, sí se trataba de un realismo mágico. Ese viaje me enseñó que la vida es una y que hay que vivirla a plenitud, que debemos aprender a desprendernos y que uno deja este mundo cuando es el momento. El tsunami que terminó con los sueños de cientos de miles de personas, a mí me regaló la vida pero se llevó mi libro... bueno, el libro del padre de mi mejor amigo.Y hoy vuelvo a una nueva edición de Cien años de soledad. Esta vez fue un regalo, una edición conmemorativa especial, de tapa dura y editado por la Real Academia Española. "Texto revisado por el autor para esta edición", dice en su primera página. Muchas cosas han cambiado en mi vida desde aquella tarde quiteña en la que mi madre me regaló, sin quererlo, mucho más que 20 páginas de una novela. Me regaló un mundo.