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Marruecos siempre ha sido un vecino incómodo. Las relaciones diplomáticas pasan por altibajos continuos. Quizás continúa subyaciendo el recuerdo histórico de las guerras, del protectorado que España prolongó hasta que no le quedaron más opciones que concederles la independencia. Pero ahí no acabó todo, la guerra de Sidi Ifni, la Marcha Verde, la ocupación de Perejil, el conflicto del Sahara y siempre las reivindicaciones de Ceuta y Melilla son una retahíla de problemas que vienen perturbando el entendimiento entre dos países condenados a entenderse.
Hay paradójicas cuestiones que facilitan que Marruecos aproveche la proximidad de España: mil empresas españolas están instaladas en Marruecos y cerca de un millón de marroquíes viven en España, cuyas remesas de dinero a sus familiares constituyen un apoyo a la economía de su país. Aunque muchos españoles se manifiestan a favor de la independencia del Sahara, la política de Estado española actúa de forma cautelosa y el Gobierno de Rabat se muestra celoso.
Cuando el conflicto diplomático se reaviva surge un detalle que se olvida: España sigue siendo ante las leyes internacionales la titular de la soberanía. Cuando se desprendió de la colonia, simplemente abandonó el territorio que Marruecos se anexionó. Cualquier solución requiere que España se pronuncie, algo que preocupa a las dos partes enfrentadas.
Estos días la inoportuna intervención a favor del Frente Polisario del vicepresidente del Gobierno Pablo Iglesias -incapaz de separar la actividad de su partido de la política de Estado-, ha vuelto a reactivar la reacción marroquí que respondió entreabriendo las puertas para los inmigrantes propios y ajenos a intentar entrar ilegalmente en España.